Soy uno
que
nació en una ciudad llena de pórticos en 1922.
Tengo
pues cuarenta y cuatro años, que llevo bien
(ayer
mismo dos o tres soldados, en un bosquecillo de putas,
me
echaron veinticuatro —pobres muchachos
que han tomado a un niño por un coetáneo suyo—);
mi padre murió en el 59,
mi madre vive.
Todavía lloro, cada vez que pienso
en mi hermano Guido,
partisano muerto por otros partisanos, comunistas
(entró en el Partido de Acción por consejo mío:
él había empezado en la Resistencia comunista),
en los montes, malditos, de un confín
talado con pequeños cerros grises y desconsolados
prealpes.
En cuanto a la poesía, comencé a los siete años:
pero no fui precoz más que en la voluntad.
Fui un «poeta de siete años»
—como Rimbaud— pero sólo en la vida.
Ahora,
en un país entre el mar y la montaña,
donde
estallan grandes tormentas, en invierno llueve mucho,
en
febrero se ven las montañas claras como el vidrio,
un poco
más allá de las ramas desnudas, y luego nacen las prímulas en zanjas
inodoras,
y en verano las parcelas, pequeñas, de maíz
alternándose
con el verde oscuro de la alfalfa
se
dibujan contra el cielo vago
como un
paisaje misteriosamente oriental
—ahora, en ese país,
hay un
cajón lleno con los manuscritos de unos de tantos muchachos poetas.
Lo más
importante de mi vida ha sido mi madre
(sólo
ahora se le ha unido Ninetto)
[…]
Pier
Paolo Pasolini
Poeta
de las cenizas
Traducción
de Fernando González García
Editorial
Delirio
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