HE COMPRADO LA CASA
donde
seguramente moriré.
Acabo
de mudarme.
Es un
espacio ajeno,
vacío
de recuerdos
donde
nada nos pesa.
Mientras
abro las cajas
y
encuentro los objetos
que me
acompañarán el día
de mi
muerte,
las
hojas de los árboles
tocan
en las ventanas
como
aquel hijo enfermo
que
reclama a la madre
tirando
de su blusa.
Me he
comprado la casa
que
será de mi muerte
paradero.
Limpio
meticulosamente los armarios,
―hay
salitre en sus baldas―,
arranco
los precintos
y
germinan los rostros
de
aquellos que habitaron,
―su
terca transparencia
de
guirnalda sonámbula―.
Entonces
se desprende
un
exudado antiguo
de
ciudad sumergida.
Me echo
sobre la cama
para
tomar aliento.
Una
cama impoluta
que
será del amor
también
cobijo.
Cuando
me asomo al patio
hay
alguien que me observa
y es un
silencio en llamas.
Al
principio una casa es solo eso:
el
tiempo que nos queda.
Sin
embargo,
me he
dejado una luz
prendida
en el recuerdo
y estoy
viendo a mi hijo
regresar
del colegio con la fiebre
en los
brazos.
Rosana
Acquaroni
18
ciervas
Bartleby
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