que con qué golpe
como sacos de pan apiladas las manos
cráneos como pedazos
desmontar () de la cadena
riel de la cadena
pum para muerte
pum para mano
que de qué
confinadas prendido palmo a palmo
que con qué
oro
(desvencijado oro molido)
con que quién
por el hilo contra el hilo mastica la piedra o
ya romper no podía su angina mano blanca
desde el hilo pieza a pieza
cercos que se hicieron en la espina
torcido el mineral
o eran voces llegando hasta los cuerpos
nudo que médula no muerde
(nudo que médula
bacteria que metralla)
enterrados en la nieve esos cuerpos dijo
los que siguen saliendo
el reguero del perro alumbrando el camino
pórtico del hambre
que comieron tal pan aquellos hombres
que fueron su mano sobre las amapolas
―――――――――――
Con apenas ocho años, mi madre recorría en un carro las fincas cercanas al municipio de Aldahuela de Bóveda, en el Campo Charro salamantino, para repartir el pan que se cocía en la panadería de mis abuelos. En no pocas ocasiones, de madrugada, se topó con cuerpos inertes ajusticiados en las cunetas. Corrían los años cuarenta del siglo pasado.
Mi madre, que era lo más alejado de una persona apesadumbrada que uno pueda imaginarse, me contó esta historia varias veces a lo largo de mi infancia.
Años después, leyendo El Holocausto español de Paul Preston, que empieza con una matanza de campesinos a manos de un terrateniente en la zona del pueblo de mis padres, tuve una conmoción. En las casi mil páginas del libro de Preston se relatan más atrocidades de las que un ser humano es capaz de asimilar en una vida.
Nada, sin embargo, comparado con el sentir el cuerpo de mi madre enfrentado al espanto cada mañana.
Cada uno de los hombres que encontró en aquellas cunetas vivió con ella, cada uno de ellos vive conmigo.
En la aceptación de estos cuerpos que viven en nosotros está nuestra paz.
Ni una sola vez mi madre lloró ni mostró rabia al contarme lo que había presenciado, sus ojos castaños, risueños, solo decían: “esto fue, hija, esto es”.
Pilar Fraile
Especie
Bartleby Editores
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