Mi hija tiene una herida
imaginaria.
Es la herida de una aguja en el brazo
izquierdo
o más bien el recuerdo de esa aguja.
Herida arañazo de jilguero
herida pico clavado en la carne
blanca.
Ya curó el agujero pero ella no
quiere que nadie toque ahí,
no quiere quitarse la ropa y ni
siquiera subirse la manga del pijama
para lavarse las manos.
Intentamos convencerla de que su
herida no existe
pero ella frunce el ceño, pone voz en
falsete
y escenifica el momento que causó la
herida.
Puedo ver la cara de la enfermera
entrando,
en las manos asidos los utensilios de
abrir vías.
Se enfada si insistimos.
No, no, no, dice.
Debemos respetarla.
Ella tiene una herida imaginaria
tan fresca que no llega a cicatriz.
Yo sin embargo tengo solo memorias.
Nostalgias de dolores ya cerrados.
Eso es más gratuito que la herida de
un pájaro.
Mucho más fantasioso, más pueril.
Pero tengo también algo más
peligroso y contundente:
el miedo admonitorio de dolores
futuros
heridas vanguardistas
heridas horizonte
un abismal terror a la herida del
mañana
la blanda superstición de lo
premonitorio.
Yo también necesito que alguien venga
a decirme
que la piel de mi brazo está curada
que ya no hay cicatriz ni siquiera un
rasguño
leve temblor del daño
que no hay nada
que ha pasado el peligro
por ahora.
Lara Moreno
Tuve una jaula
La Bella Varsovia
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