Mi
padre me llevó una vez a una conferencia de un orador famoso en el hotel Ritz.
En el turno de preguntas, se puso de pie e hizo una.
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Mi
padre recordaba los bombardeos de Barcelona de la aviación fascista. Sonaban
las sirenas, su madre lo cogía de la mano y bajaban corriendo las escaleras de
la casa hasta el refugio del metro más cercano. Allí esperaban a que el ataque
acabara. A veces, tenían que pasar la noche en los túneles.
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Mi
padre era un muerto de alquiler. Cuando venció el plazo de arrendamiento del
nicho, unos operarios sacaron el ataúd del agujero y traspasaron los huesos,
enredados en jirones del sudario, a un féretro más pequeño. Luego lo llevamos
en el portaequipajes del coche Chalamera, con varias maletas, algunos juguetes
viejos y una nevera portátil. Allí lo metimos en la tumba de la familia.
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Una vez
vi deambular a mi padre por las calles del barrio. Entraba en un bar y salía.
Luego en otro. Parecía ausente, sin rumbo. No le dije nada.
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Mi
padre recordaba haber visto caer en el pueblo a un paracaidista alemán durante
la guerra. El aviador sacó la luger,
aterrado, pero no disparó a nadie. Le quitaron el arma y se lo llevaron. Nunca
supo qué le hicieron.
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Mi
padre me acariciaba el pelo, cuando, tumbados en la cama, veíamos juntos la
televisión.
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De
niño, me gustaba jugar con los pies de mi padre en la cama. Le movía los dedos,
le arañaba las durezas. Mi hijo, de pequeño, también me acariciaba los pies a
mí.
Eduardo
Moga
Mi
padre
Ediciones
Trea
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