Jorge Semprún leía a Paul Valèry en el campo de
concentración de Buchenwald
(y era en las letrinas
donde él y sus compañeros recitaban
también a Heine, juntos a coro,
cuando en los domingos santos de las letrinas
los hombres eran siempre menos vigilados)
En el mayor campo de concentración para mujeres en
territorio alemán, Vlasta Kladivova recopilaba
poemas y poemas
(que su amiga Vera ilustraba,
antes de guardarlos bajo su litera,
con tinta de colores sustraída
de los barracones de los oficiales)
En el campo Uno de Gusen, entre descanso y descanso,
el poeta Jean Cayrol escribía su Canto a la esperanza
sobre una tabla de madera a modo de mesa
(lázaro
recuperado a la vida
por la acción de Johann Gruber, aquel sacerdote
con identificación 43.050
que sería después torturado,
durante tres días seguidos,
antes de morir en manos de las SS)
Primo Levi recitaba el Canto de Ulises según Dante
acompañando a su amigo en la fila de la sopa
(y Jean Samuel
se preguntaba por qué en el Lager de Auschwitz
había interrumpido
—precisamente—
aquel pasaje del Infierno)
Jozef Czapski impartía conferencias sobre Proust en
los refectorios del campo de prisioneros de Griazowietz
(esas horas felices
que, según él,
aliviaban la herida colectiva
tras la matanza en el bosque de Katýn)
En los diversos kommandos asociados al campo de
Mauthausen, el catalán Joaquín Amat escribía sus
poemas en papel de sacos de cemento
(él los escondía,
durante largas temporadas,
en los almacenes
y también bajo sus ropas)
Tatiana Gnedich repasaba de cabeza, en la oscuridad
del presidio, aquellos miles de versos de Byron, que
ella se sabía de memoria
(su carcelero quedó conmovido
tras escucharla recitar esos poemas vertidos al ruso,
y retrasó en dos años su traslado
a un gulag de Siberia,
donde habría de pasar 124 meses
perfeccionando aún más,
y siempre de cabeza,
su traducción del Don Juan,
texto que dictaría —una vez libre—
después de haberse quedado
literalmente ciega.)
Tengámoslo presente (nosotros,
que aún no escribimos en un campo de concentración):
En las letrinas
En las literas
En las mesas de tabla
En las paradas de sopa
En los comedores
En los sacos sustraídos de los almacenes
En la garita desde donde os aguarda
la impaciencia de cada vigilante:
seres intocables, palabras y versos.
Enrique Falcón
No adoptes nunca el nombre que te dé la policía
Ediciones de Baile del Sol
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