Le
gusta atravesar
la
cerradura,
girar
en su meñique
los
rizos que en lo oscuro
quedan
al descubierto.
Acariciar
las lupas,
las
mirillas,
las
lentes,
acercar
sus oídos
al
cuello de los hombres
y de
los pájaros.
Dice
que puede oír
todo lo
que respira
pero no
me distingue
en la
esquina amarilla
de
Saint-Germain.
Le
excita ese sonido
que
hacen al caer
sus
zapatos brillantes,
la
venda de los párpados
bajo el
ruido potente
de las
campanas.
Dice,
también,
impúdica,
que se
alborota
cuando
huele en profundo
mi
indómita manada,
mi sexo
como un
diente
mordiendo
sus iglesias,
avestruz,
perro,
fiera,
leopardo
insaciable,
sorbiendo
los excesos
del
íntimo cabello.
Flecha
abriendo las plumas
de lo
indomable,
la piel
que con la piel
se nos despega,
cuando
cae la noche
sobre
su propio peso.
Carmen
Aliaga
Madeleine
y las otras
Olifante
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