Después
de tapar la evidencia, todo es posible. Pintaremos el
suelo
de amarillo, y luego haremos que nieve.
Todo lo
dicho es hablar con palabras, no con panes,
dentro
de un horno que se enfría. Lo que te
asusta es la
contemplación minuciosa del deterioro, esta
implacable
velocidad. No,
solo me asusta no haber vivido.
Somos
fundas de cerca del arado. ¿Qué se ordena con el
desorden
de los surcos, con la confusión del hambre? Por
dentro
se extiende la cosecha grávida, expectante, los árboles
se
cargan de frutos más y más dulces. La hoz no tiene manos.
En el
exterior, la vida se desarrolla como una pieza de
cerámica,
rota y ramificada.
Mentalmente,
se encamina cada noche a la despensa. Se
alimenta
de hambre, transparentan los huesos, las letras
desplazadas.
Radiografía
membrillos, primeros planos de hojas, rostros
que se
muerden desde dentro. El esqueleto de un pájaro
diseminador:
4046 de frente, de perfil, de espaldas. Sigue
escribiendo. Las
palas que desentierran su fémur, la roja
colisión
recuperada.
Con
blanqueo selectivo, durante un minuto, se somete
al
viraje en un baño de trabajo. El cambio de color le
indetermina,
prepara el papel para acogerlas.
Sin
apenas raíces, el brote se expande como una vena sin
cuerpo.
Setenta y tres centímetros por encima del mantillo.
Caracoles
y arañas en tránsito, trazos veloces, laboriosa
crucifixión
de una mosca de campo, áreas despensas.
Le
sostengo el brazo, los colores, la lupa que se sumerge
en la
piscina de hierba, que nada derramándose en los
mínimos
detalles. De la hoja plisada en su cuaderno cuelgan
tres
dibujos de semillas y, al abrirlo, el viento las dispersa.
La
tierra borra, acoge. Si florece la tinta, brotarán palabras
táctiles,
larvas de luz.
A la
derecha del metro cuadrado, en el límite medio-
dentro–medio-fuera,
una pluma gris. La dibuja dividida, casi
ausente.
En el borde lanceolado de la desaparición.
Esther
Ramón
Semilla
Bala
Perdida poesía
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