LOS trozos de pan
trajeron la entereza
a las mesas llenas de migas esparcidas.
Como si se alejara el alcance de cada ilusión
y su estela de diamantes,
focos de estrellas que guiaran
el paso, cojo, entre gasolineras
a la hora en la que los faros de los coches
se convertían en luciérnagas que atravesaban
la línea continua del devenir de llagas.
Bajo las mesas de madera
se escondían las cicatrices
de las manos convertidas
en espigas de otoño.
Se recordaba así la espesa neblina,
los caminos de barro,
la imposibilidad de atravesar el río y vislumbrar
la distancia que arqueaba la mañana.
El acecho de los jabalíes
temidos en el valle
cuando eran heridos por algún cepo o bala.
Su dolor irremediable no tenía límites.
Al igual que los caminos que no lograron
calzar el retorno del quinto.
Sobre la mesa de la cocina
la entereza de la fruta madura.
Las cáscaras de las nueces,
coágulos rojos, esencia
de vino derramado. La efusividad
del chin-chin de las copas.
La mano sobre el brazo,
único gesto de cariño.
La existencia de las cosas
anteriormente guardadas.
El olor del pasado,
El grado de su recuerdo.
El sabor del grumo del tiempo.
Aprendemos a vivir.
A compartir sobre la mesa
celebraciones, retornos, ausencias, silencios
en manteles que no hubo. Con las décadas
se ensancharon los discursos.
Le mecha de la llama,
el compromiso de soga.
Las migas de pan que arrojamos
en cada trayecto que retomamos
en los caminos sin asfaltar
nos devolvieron la calma
del cobijo, el aliento de la guarida,
al habla de la infancia,
a esa quietud de las imágenes
que parpadean la continuidad
de las miradas que aguardan
un retorno donde reposar tranquilos.
Hasier Larretxea
De un nuevo paisaje
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