Condiciones para encender una hoguera
Es difícil hacer
que el fuego prenda la leña mojada.
Pero sé que he de secarme la ropa
antes de que oscurezca:
de noche, el agua de los pozos
se corrompe.
Estoy cansado.
Recuerda la ciega hondura
de un estanque cubierto de pronósticos y hojas.
Recuerdo lámparas encendidas
cuyo aceite marcaba
el plazo de los desbordamientos.
Recuerdo el dulzor rugoso de unos higos verdes,
la dignidad de una mesa puesta para nadie.
Recuerdo.
Como el cubo astilla el reflejo
del que al otro lado de la soga
busca qué beber,
así las ramas que arrojo a la lumbre
van quemando
la imagen invertida que gotea
desde mi piel
a mi memoria.
Estoy cansado.
Cansado de tener la obligación
de ponerme a salvo.
Cansado de que encender una hoguera
sea la única forma de volver la vista atrás.
Debí quedarme.
Debí envenenar a aquellos dos ángeles
y comerme sus lenguas.
Quizá todo entonces hubiese sido distinto;
y huir no dependería del tiempo
que tarde en olvidarme de Sodoma.
Sé que he de secar cuanto llevo puesto.
Pero también sé lo que significa
lograr que el fuego prenda en la leña mojada,
conceder que las llamas se alimenten de mí.
Cada vez me cuesta más
reconocer las figuras
que se consumen en el tránsito
de la brasa a la ceniza.
Cada vez soy menos yo
y más el humo que me sucede.
Debí quedarme, sí, debí quedarme.
Debí atreverme a probar de aquel cáliz.
Debí aguardar a que se hiciera de día
brindando por la fortuna
de los que no se salvan en un naufragio.
Todo entonces habría sido distinto.
Distinto.
Recuerdo la sed junto al fuego.
Recuerdo rostros que no recuerdo,
pero que sonríen al arder.
Recuerdo el vértigo de la gota
un segundo antes de ser chispa,
la condición que las ramas imponen
al hombre que con ellas se calienta.
Recuerdo.
El agua de los pozos
lega la noche su quietud de ahogados.
José María Cumbreño
Las ciudades de la llanura
Ediciones Liliputienses
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