XI
Rolando a Norte
EL CASO es que Nausica no apareció,
ni
aquel día ni ningún otro.
Odiseo
se quedó solo en la playa,
coleccionando
conchas, meditando en sus cosas.
Ya no
era el momento ni ocasión de construir un hogar,
buscarse
una buena princesa, sentar la cabeza.
Demasiados
mares, islas, antros de mala muerte.
Se lo
advirtió su padre cuando dejó Ítaca con apenas veinte años,
el
petate bajo el hombro, una sed insaciable
de no se
sabía qué en las entrañas.
No fue
falta de amor, tenía el de Penélope, el de su tierra,
un
escarpado islote salpicado de cabras y algunos olivares.
Se
trataba de algo más difuso e incierto que todo eso,
la
acuciante necesidad de hacer y deshacer
entuertos
propios y ajenos,
la
nostalgia del eterno navegante,
aventurero
mercenario,
líder
sagaz, hábil en artimañas,
audaz
en las lides del amor tanto como en la guerra,
que al
fin y al cabo resultaron ser la misma empresa.
A
Feacia había llegado ya viejo.
Nadar a
las primeras horas del día,
sentir
el sol en la calma chicha de la siesta,
escuchar
las cigarras a la sombra de un algarrobo,
embriagarse
en los atardeceres del vinoso ponto,
habían
resultado ser algunos de los parcos,
fugaces
instantes,
de auténtica
felicidad.
No le
quedaban fuerzas ni argumentos para volver a Ítaca,
ni
mucho menos a los brazos de Penélope.
Ni
siquiera sabía si seguían existiendo Ítaca y Penélope,
quizá
solo se habían perpetuado en su memoria.
Rolaba
a Norte cuando Odiseo se levantó con cuidado,
―las noches en la playa entumecen el alma―.
Sin muchacha a la vista ni odre de
vino añejo,
Desplegó velas, soltó la driza, se
subió a la barca.
Todavía quedaban muchas islas,
esquivas diosas, arduos escollos,
elevados palacios, indómitos
gigantes
y algún que otro averno por
conquistar.
Maru
Bernal
No
Todos Volvimos de Troya
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