QUATROCCENTO
La
serpiente entra en tus sueños a través de pinturas:
ésta,
de un jardín formal
en el
que siempre hay tres:
el
hombre delgado de piel verdiblanca
que lo
marca como vegetariano
y la
mujer con su balanceo y sus pechos duros
que
parecen pegados
y la
serpiente, vertical y con una cabeza
que
tiene un color de cara y cabellos como los de una mujer.
Todos
parecen tristes,
incluso
los pocos animales de zoo, con manchas de sol,
incluso
el ángel que es como una mesa de plancha
de
lavandería que arde, flotando
allí
con su espada de fuego
todavía
sin poder golpear.
No hay
amor allí.
Quizá
es aburrimiento.
Y no
hay manzana, sino un corazón
sacado
de alguien
en este
mito que de pronto es azteca.
Ésta es
la posibilidad de la muerte
que la
serpiente ofrece:
muerte
sobre muerte, todas prietas,
una
bola de nieve de sangre.
Devorar
es caer
de la
luna inacabable y quieta
a una
tierra dura con un horizonte llano
y ya no
eres más la
idea de
un cuerpo, sino un cuerpo,
entras
en tu cuerpo como en barro caliente.
Sientes
las membranas de la enfermedad
que se
cierran sobre tu cabeza, y la historia
te
ocurre a ti y el espacio te envuelve
en sus
armas, en sus noches, y
debes
aprender a ver en la oscuridad.
Aquí
puedes bendecir la luz,
teniendo
tan poca:
es la
muerte lo que llevas contigo
roja y
cautiva, la que hace que el mundo
brille
para ti
como
nunca lo hizo.
Así es
como aprendes a rezar.
Margaret
Atwood
Luna
nueva
Traducción
Luis Marigónez
Icaria Poesía
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