LOS AZULILLOS
En
medio del álamo
que se
encuentra junto a nuestra puerta
pusimos
una pajarera para los azulillos,
y
confiamos
en que
antes de que acabase el verano
acogiera
a una pareja de paso.
Un
caluroso día de verano
llegaron
los azulillos
y se
posaron en nuestro árbol,
pero en
un principio los viajeros
se
mostraron inquietos
pues
tenían miedo de mí.
Parecían
venir del lejano sur,
del
mismo bosque de Walden,
y lo
cruzaron con la boca abierta
empujados
por invisibles fuelles.
Graznando
sobrevolaron el risco,
y
graznaron sobre el prado,
y sobre
la tienda del herrero, y también
llegaron
graznado hasta mí.
Llegaron
y se posaron sobre la pajarera
sin
mirar en el agujero,
saltando
de un lado a otro
como si
fuera una balanza.
Creo
que nunca antes los había visto
ni
ellos me habían visto a mí
hasta
que decidí aguardar en nuestra puerta
y
llegaron al álamo.
Con el
tiempo construyeron su nido
y
criaron una feliz camada,
y cada
mañana piaban
cuando
volaban hasta el bosque.
Así
pasaban las horas del verano
para
los azulillos y para mí,
cada
hora era un día de verano,
tan
plácidamente vivíamos.
Eran un
mundo en sí mismos,
y yo un
mundo en mí,
en el
árbol eran felices
con su
nueva familia.
Una
mañana el viento
sopló
frío y fuerte,
y ese
crudo y borrascoso día
cuando
las hojas se arremolinaban
los
pájaros se prepararon para el largo viaje.
El
viento boreal llegó tempestuoso del norte
y erizó
su plumaje azul,
y así
se lanzaron, aunque algo reacios,
por las
viejas rocas del risco.
La
tierra giraba incesante
con su
manto del más puro blanco,
hasta
que otra vez llegó la primavera
y el
invierno se desvaneció.
Y yo
vagué por la tierra húmeda,
y
contemplé el cielo apacible,
sin
embargo no recuerdo nunca antes
haber
vagado tan atento.
Pues
nunca antes estuvo tan queda la tierra,
y nunca
tan clemente el cielo
el río,
los campos, los bosques, y la colina
parecían
arrastrar un largo suspiro audible.
Sentí
el paraíso a mi alrededor
y la
tierra bajo él,
como cuando
corre un sonido entre espigas
que
emociona de la cabeza a los pies.
Soñé
que al despertar sería
un algo
que apenas conocía,
no un
ente sólido, ni una nada vacía,
sino
una gota de rocío de la mañana.
Era el
mundo y yo jugando al escondite,
como un
hombre esquivaría su sombra,
una
idea varada en la eternidad
entre
Lima y Segraddo.
De
pronto un débil graznido
sonó
dulcemente en mis oídos
igual
que a la llegada del sueño.
No
alarmó sino que conmovió mi alma,
por mi
mente brillaron extraños recuerdos,
distantes
escenas desplegadas
como
cuando acabamos de soñar.
El
azulillo había llegado del lejano sur
a su
pajarera en el álamo,
y abrió
de par en par su fina boca
con la
intención de cantarme.
Henry
D. Thoreau
Poesía
completa
Traducción
de Beñat Arginzoniz
Ediciones
El Gallo de Oro
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