Armónica El Centenario
A los Franciscos
Mi abuelo Francisco pasó los últimos años de su vida en un asilo para ancianos. Recuerdo que mi papá, llamado también Francisco, guardaba una armónica en el cajón de la esquinera de la sala y únicamente disponía de ella cuando íbamos a visitar al abuelo, lo cual ocurría un par de veces al año. Mi abuelo tenía demencia senil y le costaba trabajo reconocer a su familia, aunque yo a veces pensaba que no era por la enfermedad. Mis tíos le regalaban cigarros Alas y debía estar atenta para quitarle el cigarro justo antes de que se consumiera, para evitarle un quemón más en sus dedos amarillos. Yo era una niña sin rebasar los diez años y muchos de los ancianos del asilo mostraban entusiasmo al vernos a mí y a mis primos. Muy apenas entendíamos lo que era esa casona gigante con paredes de color verde esmeralda y una Virgen de la Luz ornando el comedor. Veían en nosotros, creo, el reflejo de sus hijos cuando eran pequeños, o se inventaban nietos imaginarios, o bien, recordaban a esos nietos reales que ya nos visitaban.
Lo cierto es que mi abuelo apenas nos reconocía, poca cosa recordaba ya de días pasados. La memoria se activa de formas misteriosas y cuando mi padre le ofrecía la armónica El Centenario, mi abuelo la tomaba entre sus manos y, después de observarla, se la llevaba a los labios y comenzaba a soplarla. Nunca he vuelto a escuchar música parecida, jamás he conocido a nadie que toque la armónica con ese entusiasmo frenético. Mis piernas se movían, poseídas por el ritmo de un Blues endemoniado; mi padre aplaudía, pocas veces lo veía tan feliz y por un momento, aquel lugar triste, con olor a orina y humedad, se transformaba en un sitio luminoso. La música penetraba en las paredes, subía por las escaleras, se colaba en cada habitación y hasta el viejo más sordo parecía disfrutarla. La fiesta improvisada llegaba a su fin cuando alguna de las monjas del asilo pedía guardáramos silencio y nos recordaba a los visitantes la inminencia de nuestra retirada. Ya en nuestra casa, papá guardaba la armónica en su cajón, detrás de los casetes de Cat Stevens y Santana.
Mi abuelo murió un día de no visitas. Estoy segura de que esa música, interpretada desde la ambigüedad de la demencia senil, entre la melancolía y la dicha inconmensurable, continúa resonando en las paredes del asilo.
Karla Gasca
Turismo de casas imposibles
Ediciones Liliputienses
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