DIARIO DEL INSECTO
Cabezas vacías y una flecha en el páncreas.
Esta noche llegó el hueso que falta. Fantasma del
fantasma,
o esqueleto doliente del interior de una aceituna.
Éramos
el consumidor de
sueños como el
que pierde en
la ruleta y lleva crack en el bolsillo.
San Onofre del siglo XXI.
Los
ridículos montan a caballo
con una cámara de fotos en
el pecho, y los ridículos pierden las llaves sobre
el escenario.
Nadie aplaude.
Un grito de escoba en el
borde del tenedor
de un niño
que
toma pecho, ese grito de burbuja que estalla.
Y la imagen de animal pequeño,
enclenque que espera el desarrollo de las alas
como el árbol espera que nunca lo talen.
Y que venga la nieve.
Y que lo queme todo.
El insecto que recuerda los bellos lugares.
Y la seguridad de un baño que huele a lejía.
Ese tipo de seguridad.
Ningún mal puede sucederte aunque los pies no
alcancen
el suelo.
Aunque la azafata comente: «nos quedamos sin agua».
Somos tres chicas en el teatro luciendo vestidos
nuevos,
agarradas a la barandilla de oro
y la seguridad camina erguida por el pasillo a
pesar de saber
que lleva ridículos mordiéndole el cuello
como un piano de cola que se cierra de golpe.
P. llevaba el polvo en los ojos.
Y la ira del que no acepta que su pelo no puede
cepillarse.
Una colonia de supermercado y el olor profundo de
las axilas,
ese olor de chico que te observa detrás de un árbol
que espera la nieve.
Y que lo queme todo.
Los
ridículos duermen siete
años como los
gatos que
despiertan
dentro de la alacena.
Siete
años y siete
hijos del predicador
que pedía dinero en
la plaza de Vodafone Sol.
O siete hijas en las siete vasijas comenzando a
buscar la
grieta
y el oxígeno.
Así
cuando ves que
los ridículos escriben
con arrobas. Y
que
culpan al autocorrector
de la sociedad del espectáculo.
Igual que cuando te despiertas dentro de una
alacena.
Si es que eres un gato.
P quería un gato para desayunar con él los
domingos.
Elegante y seguro como un árbol que espera la
nieve.
Y que lo queme todo.
Los ridículos adorando a la sota de espadas.
Esa carta inútil de un pobre adolescente que espera
que el reino de Dios abra en dos
y él pueda desenfundar el arma.
Entre el bufón y el mito.
Pero nosotros éramos del as de oros.
Sueño que se come a otro sueño.
Fantasma del fantasma. Y el hueso de aceituna en el
borde
del hueso.
En la barandilla las tres chicas con nuestros
mejores vestidos.
Barandilla de oro.
Y dentro tres vasijas.
Buscamos un poco de oxígeno.
Y miramos a los ridículos.
Ahora P. allá abajo, sobre el escenario. Pierde las
llaves.
Pero pide aplauso.
Malditos seamos lo quedamos pan a los ridículos.
Y escuchamos las campanas del bosque,
mientras cabalgan entre el bufón y el mito de siete
años
como siete flechas en el páncreas.
Y les damos agua y miramos con la calma como la
concha
que se abre
y que sale la paloma
que acaba en la carretera.
Un golpe en las mejillas.
El hueso que faltaba.
Alicia Louzao
Diarios del año de las moscas
Lastura