Colegio de niñas en 1916
“Una hora menos para la eternidad”
La
monja repetía esa sentencia
cada
vez que comenzaba la clase.
Y las
niñas
―la lección bien aprendida―
respondían
a coro:
“Dios quiera que seamos santas”
Acto
seguido, comenzaba
la
rutina de la lectura en voz alta,
las
lecciones de costura o el rezo.
Como si
aquella monja
no les
hubiera lanzado otra piedra
a la
boca.
Como si
ellas no se la hubiesen tragado
sin masticar
y no
tuviesen que aguardar al recreo
y
vomitarla.
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La calle 18 de julio
En la
calle 18 de julio,
los
niños juegan libremente
ocupando
la calzada:
Saltan
a la comba, cambian cromos,
fabrican
básculas con cajas de betún
e improvisan
una tienda
en la
que puede comprarse cualquier cosa
que la
tendera haya pesado antes.
En la
calle 18 de julio, sin embargo,
no
todos los niños se divierten juntos:
Hay una
zona noble de grandes mansiones
en las
que viven familias
que no
conocen los nombres de los chicos del barrio.
Los
padres prefieren que sus hijos
jueguen
en los jardines que rodean sus casas.
Así
evitan peligros,
roces
incómodos con los desconocidos.
Ha sido
pura mala suerte
que
entre la tierra y el abono que vino del Ferral
hubiera
una granada escondida.
Que la
encontrara el niño más pequeño,
se la
enseñara a sus hermanos
como un
trofeo exótico,
y todos
la quisieran.
Que
estallara en mitad del forcejeo
por ver
quien la conseguía antes.
Ha sido
pura mala suerte
que el nombre
de la calle en que ocurrió el suceso
fuera
18 de julio,
Que
todos cuantos allí vivían
estuvieran
condenados a no olvidar
lo que
había sucedido en esa fecha,
a
evocar esa guerra que,
como
todas las guerras anteriores y futuras,
habría
sido irracional y arbitraria.
Julia
Conejo
Te robo
los recuerdos
Eolas
poesía
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