EL
INSTANTE DESPLEGADO
El
monje borracho que descubre la naturaleza última del Buda
al ver
que de sus cuatro pies, dos podrían no ser originarios.
El que
se esconde tan mal que, por piedad, nadie va a buscarlo
en
cuarenta años, aunque todos saben dónde está.
El
mendigo que se acerca a pedir
justo
cuando el semáforo se pone en verde.
La que
recoge la ropa del tendedero
y se
queda absorta en la tarde deshilachada de nubes.
El
taquero que pica carne a la salida del metro Lindavista.
El que
olvidó la lengua del coyote.
El que
no sabe cómo decirle a los sapos
que
arranquen las enfermedades de su pecho.
El que
vuelve a buscar su rostro
en el
fondo de un caballito de tequila Alma Azteca.
El que
sale del Dos Naciones y se pide en Los Cocuyos
un taco
de tripa, otro de sesos, dos de suadero
y el
especial de manzana hecho con tráquea de res.
El que,
camino de Torreón, se baja del auto
y se
pone a andar descalzo extrañado de la dureza
del
suelo del desierto de Coahuila.
La
chica que luce una camiseta
con
unos jovencísimos Ramones
aunque
hace años que están todos muertos.
La
anciana ultracatólica que, llena de fe,
y
dispuesta a entregar su alma a Dios,
recibe,
en su último estertor,
no la
visión beatífica que esperaba,
sino la
de un tímido adolescente
que un
día entró en su casa de la mano de su sobrina
hace
cuarenta años.
El que
escucha por primera vez
“Dime
dónde vas morena”
cantada
por un coro de eslovenos en Liubliana
para
constatar el gran trabajo de desmemoria
y
olvido que han hecho con nosotros.
El que
en el descanso del turno de noche en la cadena de montaje
se saca
del bolsillo una postal de las playas de Guam.
La que
sale de Au Fond de la Mer
y se
adentra con paso decidido más allá del carrer d’Avinyó.
El
surfista que se eleva sobre la duna de Bolonia.
Los que
se comen los morros junto al Glaciar de la Plaza Real
mientras
un poeta busca en su interior el fantasma de Lorca.
El que
viaja a su infancia en el olor a fruta podrida de Katmandú.
El que
hace las maletas todos los viernes
aunque
no tiene a donde ir.
El que
se cruza con una pelirroja de veinte años
vestida
con una camiseta negra en la que se lee
On
my way.
La que
se compra un vestido por un euro
en le
Marché aux Puces de Saint Ouen.
La que
duda al poner las velas en el pastel
sin
saber aún que ese año se cumplirán todos los números.
La que
hizo desaparecer Lisboa cuando ella se deshizo.
La que
volvió a lo que había perdido cuando lo perdido
se
encontró con ella.
La que
enciende el limpiaparabrisas y borra el paisaje.
El que
da igual sobre qué lado se acueste
porque
termina pisando a la serpiente.
El que
cree que sale de la cárcel
solo
porque entra en otra un poco más ancha.
El que
limpia la baba y empuja la silla de ruedas
del que
fue su más grande superhéroe
y ahora
es solo un padre que se está muriendo.
El que
escucha tras la puerta de la habitación vacía
el
jadear de dos que hacen el amor.
El que
descubre unos aretes visigodos en los que se lee
Necdum
omnia finita
El que
llama por teléfono a su amor para preguntarle
dónde
estaba la calle donde fueron tan felices.
La que
pregunta cómo se dice sostén en francés.
El que
sube a la Casa de Zitas con un puñado de poemas
y baja
con el corazón lleno de hermanas.
El que
busca el paraíso en el lenguaje
y se
encuentra con el poder naturalizado.
El que
solo habla para construir puentes.
El que
entendió que cuanto menos se es
más se
recibe de todo lo vivo.
El que
ve en lo que pierde todo lo que gana.
El que
por más que mira
sólo
encuentra en lo mirado venerables maestros.
El que
descubre que una misma llave abre todas las puertas.
El topo
que escarba en el mundo lleno
dejando
huecos para lo inaudito.
Los
grillos que ponen banda sonora
al que
baja la basura.
La
leona que adoptó a una cría de antílope en Sudáfrica.
El pez
que pregunta qué cosa podrá ser el agua.
La
macadamia del Huerto de las Flores en Agaete
que
florece dos veces al año porque así se lo dice
la
memoria de sus genes australes.
El
cenzontle de Tulum con el que crucé la mirada
en el
cabo de san Vicente.
El
verdor de un paisaje de ríos y montañas
vencido
por la luz que se posa
sobre
la dorada rodilla de la joven
que se
acaba de sentar a mi lado en el autobús.
El
árbol de la calle Pintor Rosales que me dijo
que
antes había sido seringueiro en Brasil.
La
mariposa que me ofreció su sombra en Bab Agnaou.
La
brisa que movió la espiga llenando de luz Qasar Baia.
La
errante nube posada sobre la incierta luz.
El
libro abandonado sobre un banco del parque
iluminando
el sobrante de una tarde débilmente soleada.
La
vieja sábana teñida en el tendedero por el color del viento.
La luz
enmudecida en la casa cerrada y abandonada de los padres.
La vida
tan corta del que va morir con ochenta y dos años.
La mano
del bebé que se extiende como medida del mundo.
Este
plato tan bien fregado.
Porque
quien vive intensamente el instante,
vive
por completo en la eternidad.
Antonio
Orihuela
Campo
unificado
Olifante
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