UN
PUENTE, UN GRAN PUENTE
En medio
de las aguas congeladas o hirvientes,
un
puente, un gran puente que no se le ve,
pero que
anda sobre su propia obra manuscrita,
sobre su
propia desconfianza de poderse apropiar
de las
sombrillas de las mujeres embarazadas,
con el
embarazo de una pregunta transportada a lomo de mula
que
tiene que realizar la misión
de
convertir o alargar los jardines en nichos
donde
los niños prestan sus rizos a las olas,
pues las
olas son tan artificiales como el
bostezo de Dios,
como el
juego de los dioses,
como la
caracola que cubre la aldea
con una
voz rodadora de dados,
de
quinquenios, y de animales que pasan
por el
puente con la última lámpara
de
seguridad de Edison. La lámpara, felizmente,
revienta,
y en el reverso de la cara del obrero,
me
entretengo en colocar alfileres,
pues era
uno de mis amigos más hermosos,
a quien
yo en secreto envidiaba.
Un
puente, un gran puente que no se le ve,
un
puente que transporta borrachos
que
decían que se tenían que nutrir de cemento,
mientras
el pobre cemento con alma de león,
ofrecía
sus riquezas de miniaturista,
pues,
sabed, los jueves, los puentes
se
entretienen en pasar a los reyes destronados,
que no
han podido olvidar su última partida de ajedrez,
jugada
entre un lebrel de microcefalia reiterada
y una
gran pared que se desmorona,
como el
esqueleto de una vaca
visto a
través de un tragaluz geométrico y mediterráneo.
Conducido
por cifras astronómicas de hormigas
y por un
camello de humo, que tiene que pasar ahora el puente,
un gran
tiburón de plata,
en
verdad son tan sólo tres millones de hormigas
que en
un gran esfuerzo que las ha herniado,
pasan el
tiburón de plata, a medianoche,
por el
puente, como si fuese otro rey destronado.
Un
puente, un gran puente, pero he ahí que no se le ve,
sus
armaduras de color de miel, pueden ser las vísperas sicilianas
pintadas
en un diminuto cartel,
pintadas
también con gran estruendo del agua,
cuando
todo termina en plata salada
que
tenemos que recorrer a pesar de los ejércitos
hinchados
y silenciosos que han sitiado la ciudad sin silencio,
porque
saben que yo estoy allí,
y paseo
y veo mi cabeza golpeada,
y los
escuadrones inmutables exclaman:
es un
tambor batiente,
perdimos
la bandera favorita de mi novia,
esta
noche quiero quedarme dormido agujereando las sábanas.
El gran
puente, el asunto de mi cabeza
y los
redobles que se van acercando a mi morada,
después
no sé lo qué pasó, pero ahora es medianoche,
y estoy
atravesando lo que mi corazón siente como un gran puente.
Pero las
espaldas del gran puente no pueden oír lo que yo digo:
que
nunca pude tener hambre,
porque
desde que me quedé ciego
he
puesto en el centro mi alcoba
un gran
tiburón de plata,
al que
arranco minuciosamente fragmentos
que
moldeo en forma de flauta
que la
lluvia divierte, define y acorrala.
Pero mi
nostalgia es infinita,
porque
ese alimento dura una recia eternidad,
y es
posible que sólo el hambre y el celo
puedan
reemplazar el gran tiburón de plata,
que yo
he colocado en el centro de mi alcoba.
Pero ni
el hambre ni el celo ni ese animal
favorito
de Lautréamont han de pasar solos y vanidosos
por el
gran puente, pues los chivos de regia estirpe helénica
mostraron
en la última exposición internacional
su
colección de flautas, de las que todavía queda hoy un eco
en la
nostálgica mañana velera, cuando el pecho de mar
abre una
pequeña funda verde y repasa su muestrario
de
pipas, donde se han quemado tantos murciélagos.
Las
rosas carolingias crecidas al borde de una varilla irregular.
El cono
de agua que las mulas enterradas en mi jardín
abren en
la cuarta parte de la medianoche
que el
puente quiere hacer su pertinencia exquisita.
Las
manecillas de ídolos viejos, el ajenjo mezclado con el rapto
de las
aves más altas, que reblandecen la parte del puente
que se
apoya sobre el cemento aguado, casi medusario.
Pero
ahora es necesario para salvar la cabeza
que los
instrumentos metálicos puedan aturdirse espejando
el
peligro de la saliva trocada en marisco barnizado
por el
ácido de los besos indisculpables
que la
mañana resbala a nuevo monedero.
¿Acaso
el puente al girar solo envuelve
al
muérdago de mansedumbre olivácea,
o al
torno de giba y violín arañado
que
raspa el costado del puente goteando?
Y ni la
gota matinal puede trocar
la carne
rosada del memorioso molusco
en la
aspillera dental del marisco barnizado.
Un gran
puente, desatado puente
que
acurruca las aguas hirvientes
y el
sueño le embiste blanda la carne
y el
extremo de lunas no esperadas suena hasta el fin las sirenas
que
escurren su nueva inclinación costillera.
Un
puente, un gran puente, no se le ve,
sus
aguas hirvientes, congeladas,
rebotan
contra la última pared defensiva
y raptan
la testa y la única voz
vuelve a
pasar el puente, como el rey ciego
que
ignora que ha sido destronado
y muere
cosido suavemente a la fidelidad nocturna.
José
Lezama Lima
Presencias
y figuras
(Antología
poética)
Editorial
Renacimiento
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