Caen
Desayuno
con el señor Walchaux.
Su mujer
nos mira, delicada y azul
como luz
primera.
Él
habla de su casa, de su vida, de la guerra.
“Aquel
soldado americano, no sé cómo, encontró una gallina
y me la
dio. Ni él ni yo podíamos creer
que
hubiera nada vivo. Se había escondido callada entre las piedras.”
Afluye
la baba al mentón, se escurre de la boca,
escapa a
los ojos brillantes que narran.
17 años
y recogía cadáveres, verano del 44.
17 años,
qué tallaje tiene el alma,
qué
mochila, qué cementerio arrastrar
con 17
años desde los escombros,
más
derrumbados los hombres que los muros.
No
pudieron contar cuántos cuerpos,
cuántos
días.
No
quedarse atado a la tierra.
No
quedarse atado a la tierra.
Un
bendito rayo de sol entra y nos reconforta.
Ilumina
el desayuno, vasos, zumo,
croisants,
mantequilla.
El señor
Walchaux respira con dificultad. La señora Walchaux
observa
que todo esté bien,
leve
sonrisa, parece que ella también quisiera hablar.
Él
continúa:
“No
vimos nada vivo salvo aquella gallina...
¿Le
gusta la casa? Fíjese, todos los árboles del jardín son de mi
mano.
No quedó
un solo árbol en Caen.”
Esther
Muntañola
Comiendo
de una granada
Bartleby
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