Cuando
escuchaba a Caraperro llorar,
yo me
arrinconaba de puntillas
tocando
las baldosas con los dedos desnudos
sintiendo
el frío hormiguear en mi piel
como si
fuesen gusanos lanzados por la culpa.
La
culpa de escuchar los quejidos de Caraperro,
que de
pronto me hacían sentir lejana
infranqueable,
asustada
de participar en un momento doloroso.
Me
eduqué en pellizcar mis pliegues y así condenarme
cuando
decidía estar en los márgenes.
Aunque
supiese que hacer oídos sordos
también
causase un ruido insoportable.
Crecía
en mí el desapego cuando Caraperro lloraba,
porque
aún me encontraba bajo una cáscara de pollo menudo
demasiado
blanda para la tristeza adulta.
Si
decidía acercarme, sabía que Caraperro me pediría perdón
sin hablar
porque
en su boca solo había desconsuelo,
en
cambio sus ojos
siempre
revelaban:
cómo te explico el dolor
si lo único que quiero
es protegerte de él.
Lana
Neble
Ropavieja
Editorial
Dieci6
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