PARÁBOLA DE LOS REHENES
Los griegos están sentados en
la playa
pensando qué hacer cuando la
guerra acabe. Nadie
quiere volver a casa, regresar
a aquella isla esquelética;
todos quieren un poquito más
de lo que hay en Troya, más
vida en vilo, esa sensación de
que cada día
está lleno de sorpresas. Pero
cómo explicárselo
a quienes quedaron en casa, a
quienes piensan
que luchar en una guerra es una
excusa
plausible para ausentarse,
mientras que
explorar la propia capacidad de
entrenamiento
no lo es. Bueno, esto podemos
afrontarlo
más tarde; estos
son hombres de acción,
dispuestos a dejar
la perspicacia a las mujeres y
los niños.
Reflexionando bajo el calor del
sol, complacidos
con la nueva fuerza de sus
antebrazos, que parecen
más dorados ahora que cuando
estaban en casa, algunos
empiezan a echar un poco de
menos a sus familias,
a echar de menos a sus esposas,
a querer comprobar
si la guerra los ha envejecido.
Y algunos
se ponen nerviosos: ¿y si la
guerra
fuera solo una versión
masculina de las prendas de gala,
un juego concebido para eludir
profundas cuestiones
espirituales? Ah,
pero no se trataba solo de la
guerra. El mundo había
empezado
a reclamarlos, una ópera que
comenzaba con los altos
acordes de la guerra y que
acababa con el aria flotante de
las sirenas.
Allí en la playa, mientras
discutían los diversos
horarios para volver a casa,
nadie pensaba
que pudiera costarles diez años
regresar a Ítaca;
nadie previó esa década de
dilemas insolubles. Ah, el
irrefutable
pesar del corazón humano: ¡cómo
dividir
la belleza del mundo en
aceptables
e inaceptables amores! En las
costas de Troya,
cómo iban los griegos a saber
que eran ya rehenes: quien
aplaza
una vez el viaje está
ya cautivado: ¿cómo iban a
saber
que de entre su pequeño grupo
algunos serían retenido para
siempre por los anhelos de
placer,
algunos por el sueño, algunos
por la música?
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EL PODER DE CIRCE
Jamás convertí a nadie en
cerdo.
Algunas personas son cerdos; yo
les di
aspecto de cerdo.
Estoy harta de ese mundo vuestro
que permite el exterior
disfrazar el interior.
Tus hombres no eran malos
hombres;
una vida indisciplinada
los hizo ser así. Como cerdos,
bajo mi cuidado y el
de mis muchachas, se
ablandaron enseguida.
Entonces revertí el hechizo,
mostrándote mi bondad
además de mi poder. Entendí
que podíamos ser felices aquí,
como lo son hombres y mujeres
si sus necesidades son
sencillas. Al mismo tiempo,
predije tu partida,
los embates del vasto mar que
tus hombres
afrontarían con mi ayuda.
¿Crees
que unas pocas lágrimas van a
molestarme? Amigo mío
toda hechicera es
pragmática por naturaleza;
nadie
percibe lo esencial si no es
capaz
de asumir las limitaciones. Si
solo quería retenerte
podría haberte hecho
prisionero.
Louise Glück
Meadowlands
Traducción de Andrés Catalán
Visor