Esta historia comienza con la silueta de
unos hombres desdibujados en la niebla, disueltos y emborronados por el denso
vapor que se levanta a primera hora en un bosque espeso. A sus pies hay otro
hombre, está muerto, yace estático como la corteza arrancada al tronco de un
árbol. Amputada. Rota. Agachada frente a una fronda de helechos, una de las sombras introduce en la boca del cadáver —apenas una carcasa vacía, poco más
que un globo deshinchado—, algo minúsculo y aparentemente inútil; nosotros
sabemos que es una semilla. Después, los demás lo ayudan a enterrar en la turba
parda al difunto con el respeto y la solemnidad de un ritual antiguo. Se oye
algún murmullo, palabras que la distancia no nos deja comprender, pero suenan
musicales como una oración y acentúan todavía más el ambiente ceremonial y
grave que carga la escena.
Tierra a la tierra.
Nada más.
Alrededor de ellos hay una veintena de
árboles jóvenes que tiemblan con las embestidas con las que el viento los
abofetea. Es pronto, sucede en las horas de madrugada en las que el mundo,
antes de arrancar, se desentumece y lucha contra su pereza en esa especie de
insomnio que es el estado de vigilia.
Una
semilla
Enrique
Cabezón
Los
libros del gato negro
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