El día en que murió Frank O'Hara
A Raúl Zurita
Son ya las cinco y cinco, tampoco
en Nueva York amanece, diciembre
es así a pesar de todo
el mismo atardecer que continúa
picando por la puerta de atrás. ¿Qué
decir? Por una urticaria nocturna
serías muy capaz
de aceptar cualquier cosa de
cualquiera
cuando sea, que así son las
urgencias, poco
más o menos, me digo, en principio,
si no
conoces a la gente que hoy va
a darte de comer. Y al despertar
del acontecimiento memorable, yo voy
y me levanto y ando y charlo
con otro accidentado voraz,
con una normalidad tan pasmosa
que aún me mira como a ese anónimo
vecino tributario que te viene
a completar el funeral:
“Soy una entre las sesenta y tanta
personas que pensaban
que mi mejor amigo era él”.
Allá por esas fachadas
oyes ecos de mascotas;
por aquí muertos de risa,
qué cara, no pagan cuotas.
Luego en la calle, tú, incluso
con tus prisas, sabías dejar
de respirar, sin dejar de volver
la vista atrás, prestando atención
dispersa para volver todavía
a desplomarse hoy. Entonces
no será esto una mera expresión
improvisada. Ni otra propuesta
necesariamente atrevida. Ni siquiera
esa canción susurrada para sostenerse
la mirada. Quizá la misma
frase, tan repetida, y por mal
memorizada,
para que todos y ninguno andemos
hasta detener y soportar la desnudez
del simple rostro que aún
llegaste a entrever, urgiendo.
Daniel Aguirre Oteiza
Así extravié el callejero
Amargord Ediciones
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