El último mohicano
A mi madre
No tuve nada, y sin embargo, de algún
modo,
comprendo que lo tuve todo.
No teníamos nada, nada
salvo el miedo, el dolor,
el estupor que produce la muerte.
Cuando mataron a mi padre
nos quedamos en esa zona de vacío
que va de la vida a la muerte,
dentro de esa burbuja última que lanzan
los ahogados,
como si todo el aire del mundo se
hubiese agotado de pronto.
Ahí nos quedamos,
como peces en una pecera sin agua,
como los atónitos visitantes de un
planeta vacío.
Nada teníamos,
aunque también es cierto que ya nada
queríamos.
Recuerdo bien que a mi hermana Susi y a
mí
nos dieron la noticia en el cuarto de
aseo
de aquel colegio para hijas de presos
políticos.
Había un espejo enorme
y yo vi la palabra muerte crecer dentro
de aquel espejo
hasta salir de él
y alojarse en los ojos de mi hermana
como un vapor letal y pestilente.
Nada ha logrado hacerme olvidar aquellos
ojos,
salvo algunas horas de amor
en que Félix y yo éramos dos huérfanos,
y el rostro milagroso de mi hija.
Y nada más tuvimos
durante mucho tiempo.
Pero mamá tuvo menos que nadie.
Mamá quedó como un espejo sin azogue.
Lo perdió todo
salvo un hilo delgado que la unía a
nosotras,
y por aquel inconcebible puente
—como tres hormiguitas—
íbamos y veníamos a su estatua de vidrio
restituyéndole el azogue.
Volvió a nosotras desde el país del
hielo
y volvió tan absolutamente
que gracias a ella, nosotras, que nada
teníamos
lo tuvimos todo.
Mamá fue nuestro Espasa,
fue nuestro Guerrero del Antifaz,
el País de las Hadas,
la abundancia dentro de la miseria,
nuestro mejor amigo,
nuestro escudo contra los moros,
la enamorada de las bellas artes,
la que hizo posible que papá no muriera,
la que lo fue resucitando en cada uno de
sus cuadros.
Mamá fue quien nos dijo que mi padre
admiraba a los griegos,
que adoraba los libros,
que no podía vivir sin la música
y que fue amigo de Unamuno.
Cierto que no tuvimos nada,
que muchas veces nos faltaba todo.
Pero aunque algunos días no comimos,
tuvimos una radio para oír a Beethoven,
y un día de reyes de mil novecientos
cuarenta y cuatro
mamá y los tíos fueron al Rastro:
nos compraron tres libros:
La cuesta encantada, Nómadas del Norte
y El último mohicano.
Dios sabe cuántas veces habré leído esos
libros.
Mamá nos trajo El último mohicano
y de la mano de ese indio solitario
entramos en el mundo de lo maravilloso
y lo tuvimos todo para siempre.
Y ya nadie podrá quitárnoslo.
Francisca Aguirre
Trescientes escalones
Lectura de Marta Agudo
Bartleby Editores