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Un primer recuerdo sobre mi
querida madre
es que solía sentarse junto a
la cama bajo el alero,
al lado del ventanuco que da al
este,
y tras ver que Obed y yo
quedábamos cubiertos
muy a gusto y arropados,
nos contaba historias o hablaba
de aquel día de lo ocurrido,
hasta que la tarde gris entraba
en la noche profunda;
sin vela alguna encendida
y en el almacén mi padre aún
retenido.
Contaba historias de afligido
interés para nosotros y ella misma,
y contadas para desahogar el
corazón entre sus hijos,
muy jóvenes aún para entender
plenamente
la naturaleza de su pena.
Habló de la muerte de su madre,
de jóvenes marinos muertos en
las Indias Occidentales,
de John Morris, joven inglés
traído hasta estas tierras,
que había estado en Francia y
visto el Reino del Terror,
los ríos de sangre desde la
guillotina corriendo por las calles;
de la muerte de su padre que
cayó desde un henar en su granero
una mañana muy temprano, poco
después de que ella se casara.
Nos contó del día de su boda
y de la vuelta a casa con
nuestro padre,
en una grupera tras él a lomos
a caballo,
y con sus amigos invitados;
de sus primeros quehaceres en la
abarrotada casa del abuelo,
con su extensa familia de hijas,
antes de que se edificara la
nuestra;
de la muerte del “pequeño
Sidney”, el primero de sus hijos,
que no había cumplido aún los
dos años,
y cómo, al no poder quedarse
sola en la casa
el momento del día que más
ambicionaba
era el del crepúsculo
cuando podía ir lejos al prado
a ordeñar la vaca
y a llorar a voz en cuello.
Lydia Davis
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Los indios cuentan que había
una vez un gran jefe se que lamentaba desconsoladamente tras la
muerte de su mujer: se apareció el dios Ta-vwoats ofreciéndole
tallar una senda por las montañas para llevarlo al paraíso y
mostrarle que su mujer se hallaba en tierras más venturosas. El jefe
prometió, obligado a su regreso, que nunca revelaría la ubicación
de aquel lugar, pues su pueblo, que vivía bajo los rigores del
desierto, ambicionaría seguir esa senda al paraíso. Entonces, el
dios Ta-vwoats, sabedor de las flaquezas humanas, envió un río
desenfrenado y embravecido por aquella senda: las gargantas del cañón
del Colorado.
Izamos nuestros pendones y
empujamos las barcas desde la orilla.
Y yo no sé, ay no sé,
qué gozos están allí
Oteros con formas raras. La
cabecera del primer cañón: brillantes rocas bermellonas. La
llamamos Garganta de las Llamas.
Nos adentramos ya muy ansiosos
por el misterioso cañón. Dicen que no se puede navegar. Los indios
dicen: “Pila de agua atrapar”.
Eliot Weinberger
Lydia Davis & Eliot
Weinberger
Dos escenas americanas
Traducción y epílogo de
Aurelio Major
Kriller71ediciones