La
última palabra de mi madre fue un aullido.
Sostuve
su cabeza con mis manos
y rompí
el cascarón de su frente, para que pudiera irse.
Ella se
quedó ahí observando
cómo el
reloj seguía el mismo baile
de esa
mañana cuando el mismo cuadro,
colgado
en la pared, se movía con el viento.
Abrí con
mis dientes la herida
para que
saliera volando.
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En esas
despedidas los muertos nada dicen
presumen
actitud de belleza, les preocupa
el
verse así, ridículamente hermosos.
Se les
apaga el alma —dicen—, y luego
despiertan
violentamente, solo para mirarse
desde
afuera, el resplandor
ese que
ya he visto en ella.
Se revela
oscuro: un matiz de polvo
sobre una
piedra brillante.
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Yo elijo
amor, pero es Furia
la
rabia de un universo que no duerme
y se
abriga, muerto de frío
bajo mis
uñas
al advertir
el hueco de su carne.
Yo quisiera
que la palabra fuera también ruido
una
mano que arruga montones de papel
que revienta
burbujas plásticas
que se
encierra alfileres en el vientre.
Yo quisiera
Furia —aunque elegiría amor
y no
esta falta
esta
laguna discreta y elegante.
Amanda
Durán
La
belleza
Amargord
Ediciones
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