A mi
madre le enseñaron
el más
triste aprendizaje:
sentirse
culpable
de
su alegría.
Con su
letra esforzada
ella
copiaba las penas
diez
veces, cien veces, mil.
La risa
era un borrón
en
el cuaderno-
Madre,
en este caso honrarte
será
desaprenderte:
cantaré
siempre a dos veces.
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Hay
una fila de mujeres detrás de mí
y miro
la nuca de la mujer que me sucede.
No
estamos haciendo la cola del pan.
No vamos
a coger un tren hacia alguna parte.
No
estamos calladas, aunque no hablemos.
No
olvidamos, aunque miremos al frente.
No somos
un desfile ni una procesión.
No
asentimos, no negamos, no lloramos.
No
ahora, cuando tenemos una edad
para ser
nuestras madres al fín.
Ahora
estamos celebrando que hay
una
mujer delante y otra detrás.
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Que
la soledad del escritor, dicen.
Pero me
siento a escribir
y vienen
sin que los llame
mi
abuela ciega, mi tía suicida
david
bowie y un niño ahogado
cientos
de manifestantes
amapolas
de cuneta
el perro
que soñé de niña
y varias
contracturas —no sé de qué
espalda.
Y luego
están los lectores
que un
día abrirán el libro
comprado,
regalado, de biblioteca
en el
metro, en el baño, en el sofá
un día
laborable o uno de agosto
bajo
total silencio y a la sombra
a
hurtadillas con fondo de autopista
indignados,
alegres, deprimidos
o
infelices con ganas de evasión.
Si
sumamos a todos uno a uno
no es
tal la soledad del escritor.
Para
estar sola ni leo ni escribo.
Para
estar sola salgo a caminar
y pido a
los árboles que me ignoren.
Pero
ellos me susurran a mi paso:
eh, tú,
vas a escuchar nuestro poema.
Tradúcelo
a tu lengua si te gusta.
Te
conocemos: no dirás que no.
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Para
David Trashumante
Ni
este poema ni ningún otro
evitará
el trayecto de la bala
hasta el
corazón del hombre.
Los
versos llegarán discretos a la escena
unos
volverán la cara hacia el muerto
otros se
enfrentarán al asesino.
Así
equidistantes a las dos partes
dirán
de qué lado partió la bala
de qué
lado se derramó la sangre.
Y si
este poema tiene agujeros
quien lo
encontró deberá completarlo
con las
palabras que resultaron heridas.
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En la
orilla del tiempo he acabado
como un
náufrago. Pero ay la belleza
de los
peñascos que fueron escollos
de las
tribus que me miran incrédulas
de los
reflejos que me hechizan aún.
Los
tesoros que vomitan los barcos
cuya
capitana creí ser un día.
La
desnudez que irá vistiendo
de
eterna reina de nada y nadie.
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Cada
pobreza y cada riqueza
se
cuentan en su moneda.
Porque
cinco son los dedos
del
recién nacido y nunca
hubo
cinco tan completo.
Porque
no hay lotería ni paga extra
que
compre un viaje en el tiempo
al
regazo donde fui una.
Porque
una vez fui rica:
cuando
bailó en el bolsillo
la paga
de los domingos.
Cada
pobreza y cada riqueza
se
cuentan en su moneda.
Porque
en la calle sucede la luz
y en las
fábricas de madrugada
siempre
se tasa barato.
Porque
diez acaparan las portadas
mientras
miles se hacinan
en
columnas de sucesos.
Porque
quién sabe nadie a cuánto sale
el quilo
de pancarta pisoteada
ni
cuánto cotiza la dignidad.
Cada
pobreza y cada riqueza
se
cuentan en su moneda.
Porque
nadie le dice al consejero
que su
cartera costó la paciencia
de una
vaca y la fortuna del prado.
Porque
nada me pide el lirio a cambio
de su
milagro violeta ni el perro
reclamará
un sueldo por su saludo.
Porque
antes de escribir el poema
hay que
honrar la memoria de los árboles
y
calcular el precio del papel.
Cada
pobreza y cada riqueza
se
cuentan en su moneda.
Y la
poesía no vale tanto
como el
valor del hombre que madruga
para
ayudar a parar un desahucio.
Ana
Pérez Cañamares
El
espejo discreto
Pre-textos,
poesía