LA
BÚSQUEDA
El día
que mi hija se pierde durante una hora,
el día
que pienso que ha desaparecido para siempre y
luego la encuentro,
me
siento con ella un rato y después me
marcho a
la tienda a por zumo de naranja para sus
labios,
lengua, paladar, garganta,
estómago,
sangre, cada célula de oro de su cuerpo.
Bromeo
un poco con el hombre del mostrador,
salgo al
fresco del invierno y
lloro.
Sé que él nunca le haría daño,
nunca
apresaría su cuerpo con las manos para
romperlo
o aplastarlo, la mantendría a salvo y
me la
traería a casa. Sin embargo, hay
otros
que sí lo harían. Paso los enormes
edificios
ridículos, llenos como prisiones,
cargados,
repletos, tiesos de gente
a
algunos les encantaría llevarse a mi hija, para
deshacerla,
una hebra fina
tras
otra. Son edificios llenos de cuerdas,
tablas
de planchar, marcos de ventanas, alambres,
cordeles
de hierro tejidos en espirales azules y negras
como
ombligos,
apartamentos con suministro
de hojas
de afeitar y lejía. Esta es mi
búsqueda,
saber dónde está la maldad en el
corazón
humano. Mientras camino de vuelta a casa
miro una
cara tras otra buscándola, veo
la
belleza oscura, la rabia, los
niños
criados en la ciudad, por donde ella camina como
cualquier
otro, una diana en carne viva. No puedo
encontrar
a nadie que quisiera hacerlo, agarro la
jarra de
zumo como un corazón frío,
y
recuerdo los tiempos en que mis padres me ataban a
una silla
sin
darme de comer y miraba
sus
caras preciosas, mi estómago una
maza
brillante, mis muñecas como las aves
que el
verdugo hubiera colgado del cuello de un alambre
de espino,
miraba
tan profundo como podía en sus ojos
y todo
lo que encontraba era bondad, no pude
superarlo.
Me
apresuro a casa con la sangre de las naranjas
contra
el pecho, me falta tiempo para llegar a su lado.
Sharon
Olds
La
célula de oro
Traducción
de Óscar Curieses
Bartleby
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