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Marañón por Pablo Müller
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«El poema, es lugar donde se nos permite hablar con los muertos; también donde se nos permite sentir el dolor»
Olvido García Valdés
Dice el forense que no sufrió, que interrumpió el sueño con un desmayo, e inconsciente, dejó de respirar, en la cama, a la noche, apenas unas horas antes del amanecer, cuando más fuerte llovía,
— una tormenta hecha de verano y furia —.
En las habitaciones de la mirada se ha quedado la horrible pena.
La mirada la sostiene la hermana pequeña para los deudos y los familiares que se acercan despacio sin hacer más ruido que el necesario.
Nadie debe pasar por el trance de descubrir que tu hermana ha muerto mientras dormía.
Todos tienen derecho al deseo del día bueno y a su correspondiente respuesta.
Las noches y su adecuado sueño deben considerarse como necesarias interrupciones a la conversación de todas las vidas. Ahora, ¿quién continúa la charla de las hermanas?
¿Dónde se queda el abrazo fraterno aplazado en la ruda costumbre de los trabajos de las huertas en verano?
En todos los poemas hay un apartado para hablar con los muertos.
En todos los poemas se puede responder a las preguntas que no se hicieron, se puede declarar la conveniencia de algunos sentimientos, se puede pedir perdón, se puede ofrecer la compasión por los pájaros y la tolerancia hacia las alimañas que limpian los huertos.
En todos los poemas hay un verso que lo ha puesto tu muerto, porque, no lo dudes, todos tenemos un muerto a nuestro cargo y destino. Algunos dos.
Sí, Pablo Müller, al final de la lectura hay descanso para las palabras no dichas, esas palabras que se refugian en la entraña y carcinoman.
Luego en el verano infrecuente llueven noches para el sueño de la palabra en la casa grande.
No hay ya Pablo Müller, desenmascarado, con las palabras que dices eres otro, en otro lugar, no casa, sala de hospital, carretera, playa, puerto de mar, edificio de peaje provisional, garita de guardia donde los soldados tristes se dejan morir por los disparos, calabozo, habitación donde los milicianos hablan idiomas distintos, Hotel Ero, Mostar en su parte derecha, Mostar en su parte izquierda, el curso del Neretva, los ojos que te miran, la respuesta que no tienes, las oficinas llenas de humo, Pablo Müller, impostor de ti mismo.
No hay Pablo Müller, hay otro con un rostro nuevo vaciado por puñales de desasosiego, vomitado el pasado, pesada la memoria, sin calibre.
Pablo Müller sube a las habitaciones de la casa grande. En el despacho del abuelo le reciben las termitas.
La muerte de la mujer que la habitaba inaugura un tiempo con soledad en el minuto y ruina para las horas.
Los cimientos están enfermos de humedad e invierno.
La piedra y la madera no tienen visitas de la risa y los perros.
Los perros se acuestan en el rincón más lejano y los gatos son incapaces de recordarles sus tareas.
Nadie defiende la casa grande de sus lluvias.
Pablo Müller y la compasión juegan a las cartas con la vida que se queda.
Pablo Müller recibe las palabras de las hermanas vivas y las coloca en el plato de la sopa triste.
Pablo Müller tiene abiertas las maletas donde se cuele la pena horrible. Cuando se llenen, intentará cerrarlas, y con la ayuda de los perros esquineros la cargará para esconderlas hasta el funeral próximo.
Pablo Müller invita al juez de la paz a quedarse en un pensamiento, le pide que vele por dejar lejos a un lado la crueldad y al otro el miedo, le pide ordene a los alguaciles cuiden que la ira sea discreta y pase desapercibida como las tormentas de verano que anuncian la muerte de las mujeres y de las casas grandes que las cobijan.
Los perros mueren en unos meses tan cortos que parecen lunes.