El
infierno es un lugar sin pájaros
El
humilde gorrión pajarea entre las hojas del naranjo
mientras
a su vera vaga un mosquitero entre mosquitos
a
los que el tiempo y la experiencia aún no les advirtió
de
que son, precisamente, el plato de la cena.
Una
banda de estorninos se reúne en el cable
poco
antes de pintar sobre el aire la más hermosa nube
que
los siglos y los mortales jamás vieron; y en lo alto
merodea
la sombra vigilante del milano negro,
alas
extendidas que aprovechan la tregua de los cierzos.
Carboneros,
reyezuelos, verderones, abubillas,
colirrojos,
currucas, buitrones y zarceros
acompañan
con ausencia la memoria del abuelo,
un
viejo huyendo, casi adolescente, por el monte
en
los tiempos azarosos de la guerra.
Un
colorín le silba en el oído que el infierno entonces
no
era otra cosa que un cielo pálido y sin ellos.
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Los
ojos de las ballenas
La
playa es larga como un desierto al lado del mar,
solitaria
como el vocablo que nos nombra
cuando
estamos lejos de todo silencio conocido.
Bajamos
por las laderas de arena
hacia
el límite de las olas que se agotan,
percibiendo
solo el rumor de espuma que forma el agua.
Ellas
están allí,
como
enormes heraldos de otro mundo,
atentas
unas veces a lo que queda de su vida
y
otras al ataque sanguinario de las gaviotas cocineras.
A
veces juegan
y
se hunden en territorios vedados a los hombres.
Lejos
de nuestra mirada.
Se
diría que desafían, ásperas y orgullosas,
la
insulsa pequeñez
con
que pretendemos dominarlas.
Otras,
nos advierten, desde el surtidor de sus pulmones,
de
que hay todo un vertiginoso universo que nos separa.
Apenas
nos atrevemos a romper la distancia.
Observamos
desde lejos.
Pero
son ellas, por fin, con su sonrisa de cabriolas
y
sus ojos impenetrables, profundos como abismos,
las
que se orillan por un rato
para
contemplarnos, burlonas, a nosotros.
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La
lluvia
Solamente
suena el golpeteo de la lluvia en los charcos,
definiendo
por unos segundos esos círculos concéntricos
tan
etéreos como las consiguientes burbujas.
Mirar
al cielo no es una opción en estos casos
porque
no hay más que hinchadas barrigas de nube
y
proyectiles de agua que atentan directamente
y
con fervor de entomólogo contra los ojos.
Por
tanto el caminante sorprendido, entre viento y agua,
observa
solo la imperfecta conjunción de sus pasos,
doblada
la cerviz y apresurada la marcha.
Si
supiera adónde va, cuál es su camino,
todo
sería más sencillo. Pero no hay refugio para la soledad
ni
para el destierro cuando llueve pesadumbre
y
el mar es un dolor inexplorado.
Al
final puede más el mar, el tiempo,
el
olvido, el silencio. La infranqueable renuncia
que
anuda los despojos al paisaje.
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Paseo
con perro
No
me pregunten cómo, pero él sabe.
Sabe
cuáles son los indicios que me mueven.
Durante
unos instantes, en su mirada
se
dibuja una señal de alerta,
una
dulce interrogación de silencio,
que
tenuemente se va difuminando,
mientras
cobra rastros con la pericia cazadora
de
quien prestó la atención debida
a
la ciencia de sus abuelos.
Si
me pongo una chaqueta ladea la cabeza,
si
tomo una mochila su nariz
se
sitúa al nivel de las baldosas,
si
me calzo unas u otras botas
la
cola se transforma en un banderín de mensajes,
como
si las costumbres fueran signos
que
cerraran en su entendimiento
mis
posibles y livianas decisiones.
Él
sabe, pero confirma lo que intuye
cuando
se acerca dignamente
y
olisquea la tierra adherida
en
las suelas de mis zapatos.
Si
la tierra hiede a rutina y desamparo
o a
triste patria de hombres grises,
él
se aleja con la misma malherida gravedad
con
la que yo me marcho a mis asuntos.
Pero,
ay, si él husmea la hierba fresca,
el
torrente de la nieve o una nube en el calzado,
o,
quizá, los restos olvidados de la última galerna,
entonces
él ya sabe que es la hora y lo celebra,
saltos
y gemidos que son risas y promesas.
Y
nos vamos raudos, porque él sabe
que
al otro lado de la puerta y para nosotros
hay
aventuras, mares de hielo,
bosques
oscuros e infinitas estepas.
Mariano
Calvo Haya
La
madera que arde
Eolas
Ediciones