lunes, 20 de enero de 2025

DECIR LOS MÁRGENES DE CHANTAL MAILLARD CONVERSACIONES CON MURIEL CHAZALON





 

 

 

 

   Nos llevas a hablar de los universos ficcionales, un tema de capital importancia en la actualidad. Y no sólo porque la vida de la mayoría transcurre y se construye en las pantallas de los dispositivos, o sea, como representación, sino también y sobre todo porque las sociedades se organizan y actúan de acuerdo con ideas basadas en los mitos (impuestos o heredados) y las teorías del momento.

   La distinción que hiciera Aristóteles entre verdad y verosimilitud me parece crucial para entender esto, pues con ella se estableció la separación, nunca salvada desde entonces en Occidente, entre el discurso racional (lógico) que vendía a ser el de la ciencia y la noción de verdad que lleva aparejada, y el de las artes dramáticas. Aristóteles entendía que verdad y falsedad son nociones que se aplican a las proposiciones y que pertenecen, por tanto, al orden del conocimiento, pero que existen expresiones que no son proposiciones y que, por tanto, no son ni verdaderas ni falsas. El poeta, por ejemplo, puede cometer errores lógicos, puede incluso utilizar argumentos absurdos e irracionales si así lo requiere el guion, pues lo que interesa ante todo es que la obra o el relato sea convincente, y esto no se logra atendiendo a la lógica proposicional, sino a la lógica interna de la obra, es decir, a su coherencia o, si se quiere, a su unidad compositiva. Una obra, para ser buena, no necesita ser verdadera, le basta con ser verosímil, y esto se logra si los elementos forman entre sí un todo coherente. No necesita tener ningún referente externo con el deba concordar, se basta a sí misma. Recordaremos, de paso, que no otra cosa es el arte, etimológicamente hablando, que la buena organización de los elementos, su art-iculación en un conjunto que funcione como tal.

   Esta distinción aristotélica marca el inicio de lo que señalabas al principio: la separación entre la ciencia y la ficción y, consecuentemente, entre las representaciones que se consideran verdaderas y las que no. Marca también la entrada de la creencia en el mundo de la representación que, hasta entonces, era sobre todo ejemplo, organización simbólica. En el mito, por ejemplo, no se cree, se lo acoge como construcción orgánica, presentación diagramática, organigrama en el que las trayectorias actos, gestos, sonidos convergen y se organizan. Y esa composición, no teórica sino ejemplar, nos enseña como enseñan los cuentos, o los poemas, por la vía no racional. El universo, tengámoslo en cuenta, funciona por analogía, no otra cosa es la resonancia. Y es por analogía que la historia, el cuento o el mito nos instruyen. Y no con ninguna moraleja, como lo haría la fábula, sino por su estructura, por el ajuste de las acciones, los gestos, las palabras. El mito es ante todo relacional. Y es bajo los hechos y su significado descifrable que su enseñanza tiene lugar.

   Con la progresiva prevalencia del logos, sin embargo, tanto la dramaturgia como el relato fueron privados paulatinamente de su ancestral función cognoscitiva y terapéutica. El paso del mito al logos equivale a supeditar la escucha intuitiva (relacional y sintética) al des-ciframiento lógico (analítico). En ese proceso, el trabajo de la imaginación es reemplazado por el intelecto, la fluidez por la exactitud, el movimiento por la detención, la elasticidad del tejido por la rigidez de la creencia.136 La creencia, digo, no sólo porque ésta guarde relación con la verdad y el error (o la falsedad), sino también porque, en este transcurso, perdimos de vista que toda teoría es igualmente un relato. No hay ciencia sin relato, esto es evidente: el relato es lo que hace que una teoría sea inteligible. Esto es algo que al buen científico, evidentemente, no se le escapa, pero, a la vista de los resultados, gran parte de la población entiende que, puesto que funciona, la teoría no es tan sólo válida, sino que también es «verdadera», en decir, que es «la fiel representación» de una realidad a la que no tenemos sensorialmente acceso. Pero que una teoría funcione no significa que sea «verdadera», tan sólo significa que los resultados son los que se esperaban de las premisas a partir de las cuales se ha diseñado el experimento.

   Sin duda nos ahorraríamos muchos quebraderos de cabeza si relativizásemos el concepto de verdad definiéndolo en términos de funcionalidad o, mejor aún, si reemplazásemos el concepto de verdad por el de validez. A diferencia de la verdad, la validez atendería s la coherencia interna de la teoría (y del experimento), y no a la adecuación a un supuesto modelo verdadero. Quizá evitaríamos así que los relatos, al incrustarse, terminasen funcionando como verdades.

   Sería interesante, volviendo la vista atrás, al origen de la separación de las disciplinas, pensar en aplicar a las teorías científicas el concepto de verosimilitud y emparentarlas asó con las artes. Quién sabe si, de esta manera, no terminaríamos por hallar ese paso el Noroeste con el que soñaba Michel Serres entre las ciencias exactas y las llamadas ciencias humanas.

 

 

 

Chantal Maillard

Decir los márgenes

 

Conversaciones con Muriel Chazalon

 

Galaxia Gutenberg

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