Nos llevas a hablar de los universos
ficcionales, un tema de capital importancia en la actualidad. Y no sólo porque
la vida de la mayoría transcurre y se construye en las pantallas de los
dispositivos, o sea, como representación, sino también y sobre todo porque las
sociedades se organizan y actúan de acuerdo con ideas basadas en los mitos
(impuestos o heredados) y las teorías del momento.
La distinción que hiciera Aristóteles entre
verdad y verosimilitud me parece crucial para entender esto, pues con ella se
estableció la separación, nunca salvada desde entonces en Occidente, entre el
discurso racional (lógico) ―que
vendía a ser el de la ciencia― y la
noción de verdad que lleva aparejada, y el de las artes dramáticas. Aristóteles
entendía que verdad y falsedad son nociones que se aplican a las proposiciones
y que pertenecen, por tanto, al orden del conocimiento, pero que existen
expresiones que no son proposiciones y que, por tanto, no son ni verdaderas ni
falsas. El poeta, por ejemplo, puede cometer errores lógicos, puede incluso
utilizar argumentos absurdos e irracionales si así lo requiere el guion, pues
lo que interesa ante todo es que la obra ―o el
relato― sea convincente, y esto
no se logra atendiendo a la lógica proposicional, sino a la lógica interna de
la obra, es decir, a su coherencia o, si se quiere, a su unidad compositiva.
Una obra, para ser buena, no necesita ser verdadera, le basta con ser
verosímil, y esto se logra si los elementos forman entre sí un todo coherente.
No necesita tener ningún referente externo con el deba concordar, se basta a sí
misma. ―Recordaremos, de paso, que
no otra cosa es el arte, etimológicamente hablando, que la buena organización
de los elementos, su art-iculación en un conjunto que funcione como tal.
Esta distinción aristotélica marca el inicio
de lo que señalabas al principio: la separación entre la ciencia y la ficción
y, consecuentemente, entre las representaciones que se consideran verdaderas y
las que no. Marca también la entrada de la creencia en el mundo de la
representación que, hasta entonces, era sobre todo ejemplo, organización
simbólica. En el mito, por ejemplo, no se cree, se lo acoge como construcción
orgánica, presentación diagramática, organigrama en el que las trayectorias ―actos,
gestos, sonidos― convergen y se organizan.
Y esa composición, no teórica sino ejemplar, nos enseña como enseñan los
cuentos, o los poemas, por la vía no racional. El universo, tengámoslo en
cuenta, funciona por analogía, no otra cosa es la resonancia. Y es por analogía
que la historia, el cuento o el mito nos instruyen. Y no con ninguna moraleja,
como lo haría la fábula, sino por su estructura, por el ajuste de las acciones,
los gestos, las palabras. El mito es ante todo relacional. Y es bajo los hechos
y su significado descifrable que su enseñanza tiene lugar.
Con la progresiva prevalencia del logos, sin
embargo, tanto la dramaturgia como el relato fueron privados paulatinamente de
su ancestral función cognoscitiva y terapéutica. El paso del mito al logos
equivale a supeditar la escucha intuitiva (relacional y sintética) al
des-ciframiento lógico (analítico). En ese proceso, el trabajo de la
imaginación es reemplazado por el intelecto, la fluidez por la exactitud, el
movimiento por la detención, la elasticidad del tejido por la rigidez de la
creencia.136 La creencia, digo, no sólo porque ésta guarde relación
con la verdad y el error (o la falsedad), sino también porque, en este
transcurso, perdimos de vista que toda teoría es igualmente un relato. No hay
ciencia sin relato, esto es evidente: el relato es lo que hace que una teoría
sea inteligible. Esto es algo que al buen científico, evidentemente, no se le
escapa, pero, a la vista de los resultados, gran parte de la población entiende
que, puesto que funciona, la teoría no es tan sólo válida, sino que también es
«verdadera», en decir, que es «la fiel representación» de una realidad a la que
no tenemos sensorialmente acceso. Pero que una teoría funcione no significa que
sea «verdadera», tan sólo significa que los resultados son los que se esperaban
de las premisas a partir de las cuales se ha diseñado el experimento.
Sin duda nos ahorraríamos muchos quebraderos
de cabeza si relativizásemos el concepto de verdad definiéndolo en términos de
funcionalidad o, mejor aún, si reemplazásemos el concepto de verdad por el de
validez. A diferencia de la verdad, la validez atendería s la coherencia
interna de la teoría (y del experimento), y no a la adecuación a un supuesto
modelo verdadero. Quizá evitaríamos así que los relatos, al incrustarse,
terminasen funcionando como verdades.
Sería interesante, volviendo la vista atrás,
al origen de la separación de las disciplinas, pensar en aplicar a las teorías
científicas el concepto de verosimilitud y emparentarlas asó con las artes.
Quién sabe si, de esta manera, no terminaríamos por hallar ese paso el Noroeste
con el que soñaba Michel Serres entre las ciencias exactas y las llamadas
ciencias humanas.
Chantal
Maillard
Decir
los márgenes
Conversaciones
con Muriel Chazalon
Galaxia
Gutenberg
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