BUENAS TARDES, JUAN RAMÓN
Era como tú me lo habías contado. Estaba justo donde tú decías. Los pájaros, efectivamente cantaban. Había geranios, rosas, pensamientos. Sonaba el canturreo de los árboles, como si en vez de álamos o chopos fuesen esbeltas casuerinas. Todo tenían un aire de misterio, de ese misterio tenso que difunde lo vivo. Y era todo pequeño, cotidiano, predispuesto a la vida y sus faenas. Vi el sándalo crecer por los rincones y el vuelo remolón de las abejas. Llegaban, apagados, los bronces de Santa Clara y como un eco tu voz adolescente: «¡Qué triste es amarlo, todo, / sin saber lo que se ama!». Pero tú lo supiste, siempre lo supiste. La cantidad de cosas que sabías. Casi nadie ha sabido tanto como tú. Supiste ver y oír como ninguno: los pájaros, los árboles, las fuentes. Tu mirada era un largo pentagrama. Navego entre tus versos mejor que por las olas y respiro más hondo en tus endecasílabos que entre la tibia brisa del oxígeno. Tú en verdad fuiste la criatura afortunada. Tú oíste cantar los pájaros que cantan, tú llegaste a la calle de los marineros, te acercaste a la carbonerilla quemada, a la cojita. Tu batuta dinámica y celeste restituyó a los sordos del oído. Dueño y señor del tiempo y del espacio, encantador de olvidos y nostalgias, todo en ti fue milagro.
Francisca Aguirre
Los maestros cantores
Prólogo de Olvido García Valdés
Calambur
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