viernes, 20 de febrero de 2015

LO QUE NO TIENE NOMBRE


Piedad Bonnett

«Vivo de llorarte en la noche con lágrimas que
queman la oscuridad »
Francisco Umbral - Mortal y rosa

Al principio:
«Buscamos un sitio vacío donde estacionar y lo encontramos a unos cincuenta metros del viejo edificio de cinco pisos que se levanta, digno pero sin gracia, casi al final de la 84 entre 2ª y 3ª, una de esas típicas calles neoyorkinas del Upper East Side, tradicionales y casi siempre apacibles a pesar de los muchos negocios que funcionan en los pisos bajos. Del baúl del carro bajamos dos maletas grandes, livianas porque están vacías. Antes de llegar al portón, y como impulsados por un mismo pensamiento, nos detenemos y miramos hacia arriba, como calculando los cuatro pisos que debemos empezar a subir. Camila abre el portón y aparecen el hall, amplio y sombrío —uno de esos espacios donde cualquier mínimo ruido produce eco—, y las escaleras de granito, las mismas que en el pasado agosto nos parecieron eternas cuando ella, Renata y yo subíamos y bajábamos, entusiastas y acezando, cargadas con toda clase de enseres. Ahora, en cambio, hay algo crispado en nuestro silencio, en la manera a la vez pausada e impaciente con que remontamos los escalones, contra los que tintinea el metal de las ruedas de las maletas.
Pamela nos abre la puerta y nos saluda con abrazos apretados y esa bella sonrisa suya que ni siquiera puede ser opacada por la tristeza. Después de un breve intercambio de palabras, cruzamos la cocina y la salita y entramos lentamente a la habitación. Lo primero que registran mis ojos es la enorme ventana abierta, y detrás la escalera de incendios que da a la calle. Examino todo, brevemente, de un vistazo: la cama, tendida con pulcritud, el escritorio abarrotado de libros, los cuadernos apoderados de la mesa de noche, la chaqueta de cuadros colgada con cuidado en la silla. Durante algunos segundos no decimos nada, no hacemos nada, a pesar de que un turbión de emociones nos agita por dentro. Entonces Camila abre el clóset y vemos los zapatos alineados, los suéteres y las camisetas puestos en orden. Es la habitación de alguien pulcro, riguroso, aseado. Confusos, intercambiando frases cortas que quieren ser eficientes, nos dividimos los espacios a fin de poder hacer la tarea que nos ha traído hasta aquí. Nadie llora: si uno de nosotros se rindiera al llanto arrastraría con su dolor a los demás.
Siento, por un instante, que profanamos con nuestra presencia un espacio íntimo, ajeno; pero también, atrozmente, que estamos en un escenario. Me pregunto qué sucedió aquí en los últimos veinte minutos de vida de Daniel. ¿Acaso sostuvo consigo mismo un último diálogo ansioso, desesperado, dolorido? ¿O tal vez su lucidez fue oscurecida por un ejército de sombras?
Mirando este cuarto austero, donde cada cosa cumplía su función, tenía un sentido, recuerdo los versos de Wislawa Szymborska que durante años leí con mis alumnos y que parecen haber sido escritos para este momento:
No parecía que de esta habitación no hubiera salida,
al menos por la puerta,
o que no tuviera alguna perspectiva, al menos desde la ventana.
Las gafas para ver a lo lejos estaban en el alféizar.
Zumbaba una mosca, o sea que aún vivía.
Seguramente creéis que cuando menos la carta algo aclaraba.
Y si yo os dijera que no había ninguna carta.
Tantos de nosotros, amigos, y todos cupimos
en un sobre vacío apoyado en un vaso. »

Este es el comienzo de Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett. Es el comienzo de una novela. De un texto literario dotado de su propia coherencia interna. Así lo plantea la autora. Después de 131 páginas hay además un relato del duelo, del suicidio, de la enfermedad mental y sus estigmas, y todo ello desde la propia experiencia de la autora. Al terminar su lectura me pregunto ¿esto es literatura? ¿para esto es la literatura?
«Cuando la poeta Piedad Bonnett, autora del libro Lo que no tiene nombre, pensó en escribir sobre la muerte de su hijo, se espantó de sí misma. Habían pasado dos meses desde que él se había suicidado, y a ella, su madre, le parecía escandaloso reducir en palabras la tragedia. Frente a la muerte, la engañosa representación del lenguaje puede parecernos una ofensa del drama familiar. Nadie aprende nunca a escribir la pérdida, pero en algún lugar de nosotros, alojado como una presencia invisible y tortuosa, el deseo de registrarla puede ser una forma de consuelo.» escribe Juan Francisco Ugarte en su artículo El laberinto del dolor ¿Por qué escribimos y leemos libros de duelo?
La literatura es una forma de narrarnos la vida, de entenderla y la vida es también la muerte. "La gran literatura convierte la historia personal en una experiencia humana colectiva", dice el poeta Luis García Montero.
En este principio Piedad Bonnett se acerca el relato de los objetos, desde el presente, sin mencionar los hechos que se van desvelando en la mirada sobre los detalles.
«Lo más difícil literariamente fue encontrar el tono. Pero yo tuve clarísimo desde el comienzo que iba a narrar hechos. No iba a adjetivarlos. Es tan suficientemente dramático todo lo que pasa que sobra cualquier  comentario al respecto, sólo pequeñas reflexiones muy apoyadas, siempre, en la literatura. Yo estoy haciendo la obra de una escritora, estoy haciendo una cosa responsable con mi oficio.»
Un texto literario como este, donde una madre, en este caso además la escritora, narra el suicidio del hijo, la enfermedad mental que antecede y para ello se narra a si misma, a su familia, tiene que contenerse, establecerse en unos límites que le impidan caer en el sentimentalismo, en la impudicia. Consciente la autora aclara los aspectos del proceso:
«Trabajé con ese temor y con esa conciencia. La tarea no era fácil: debía conciliar lo descarnado de la historia con el pudor y el respeto por mi hijo, por mi familia y por el mismo lector Y, sin hacerle esguinces a la verdad, encontrar un tono emocional pero sin desbordamientos.»

El texto, las 131 páginas del texto, recogen citas, fragmentos y reflexiones de Szymborska, Marías, Blanca Varela, Navokov, Kertész, Carver, Salman Rushdie, entre otros.
«Sigo pensando que hay realidades para las que no hay palabras, lo cual no quiere decir que no sea legítimo intentar verbalizarlas. (…) quisiera usar lo que en una entrevista reciente dijo el escritor israelí David Grossman, quien después de perder a su hijo Uri en la guerra, hizo su duelo escribiendo Más allá del tiempo: “Descubrí que la muerte es hermética, no la puedes penetrar ni entender, pero creo que la escritura es la única forma en la que al menos la podemos rasguñar”».
Ante ese imposible llegar a realidades con las escasas palabras, recorre la escena y pone las palabras en las cosas que va entendiendo, como un ascenso o un trayecto, aunque sin cima ni llegada.

«Siempre hay y habrá una brecha entre las palabras y las cosas, como lo plantea Foucault. Cada vez que el poeta escribe poesía, por ejemplo, batalla contra esa insuficiencia de las palabras. A veces, claro, se logra iluminar con ellas, así sea fugazmente, la realidad, que siempre es ambigua, misteriosa y compleja, y que a menudo nos escamotea su sentido. »

El proceso de la escritura.

«Un mes después de la muerte de Daniel, mi marido y yo nos fuimos a Italia, tratando de distraer un poco la pena. Durante el viaje releí el libro que el inglés A. Álvarez escribió sobre el suicidio y tomé abundantes notas en mis libretas sobre mis recuerdos, mis pensamientos y reflexiones sobre la vida de Daniel, sin saber muy bien para qué. Luego alguien me habló del libro que Joan Didion escribió sobre la muerte de su marido y su propio duelo. Al leerlo, sentí la necesidad de hacer algo semejante. Mientras escribía, leí muchos otros libros: el de Michael Greenberg, sobre el momento en que su hija de quince años enloquece; el de Peter Handke, sobre el suicidio de su madre; el de Mary Jo Bang, sobre la muerte de su hijo por sobredosis; el de Jean Améry, un filósofo austriaco, sobre el derecho al suicidio. Leí también mucho sobre la enfermedad mental. Escribir Lo que no tiene nombre me llevó, contando las muchas reescrituras, más o menos quince meses.»
«Muy duro, tanto desde el punto de vista afectivo como literario. Pero muy reparador y compensatorio.»
«Lo reescribí muchas veces. Pero más que por cuestiones estilísticas, porque nuevos recuerdos aparecían, porque nuevos hechos se iban dando: mientras escribía hablaba con su médico, con su mejor amiga, con sus antiguas novias e hicimos una exposición con su obra. Investigué más sobre su enfermedad. El texto se rehacía y amenazaba con hacerlo eternamente. Entonces decidí que había que terminar el proceso.»
«Tal vez porque frente al dolor de la muerte de un hijo, todas las mistificaciones literarias carecen de sentido, se desvanecen »(pág. 34).

Aparecen de nuevo los límites, las paredes de la caja de lata para contenerse. En cierta manera la práctica de la escritura, en este caso, establecida como técnica del relato y la obra, ayuda en el proceso del duelo de la autora.
“las palabras (…) desatan nuestras emociones, pero, paradójicamente, también las contienen: el dolor se apacigua al ser compartido con otros.” (página 33)

En la literatura hay ejemplos de obras sobre el duelo y sobre la enfermedad. Algunas las menciona la autora. Mortal y Rosa de Umbral, Cinco horas con Mario, de Delibes, Bodas de Sangre, de Lorca, En este caso, desde ese mandato no escrito que tiene la literatura de buscar en la tradición y desde ahí superarla, Piedad Bonnett expone:
«Escribir este libro sí fue, ahora lo comprendo, otra forma de hacer el duelo. Pero, por supuesto, es más que eso. Lo que hago no es ficción, pero es literatura: una narración sobre una lucha y una derrota, que entraña una reflexión sobre la muerte, el duelo y eso que a veces llamamos destino. Pero es también un texto que quiere hacer abrir los ojos sobre muchas realidades que esta sociedad soslaya o deforma: la enfermedad mental –esa gran desconocida–, el suicidio, las prácticas médicas, la idea del éxito y el fracaso.»
En la estructura del libro se refleja este planteamiento de la autora. Tras el relato del escenario de la muerte, desde el recorrido de los objetos cotidianos, se pasa a los primeros rituales del duelo: la recogida de sus efectos personales, porque la muerte le ha encontrado fuera de la casa, fuera del lugar que era el suyo, Daniel está, lo veremos buscando su lugar en el mundo desde la vocación y la enfermedad, el reparto de esos enseres, la cremación, la ceremonia de despedida en la universidad, las cenizas, la misa ya en Colombia, se pasa enseguida al relato de la enfermedad.
Y en el relato de la enfermedad “el precario equilibrio” el relato se fija en la relación entre la madre y el hijo que inicia sus pasos como adulto, sus estudios, sus primeros trabajos y el comienzo de la enfermedad, las crisis, la relación con los médicos, ¿tal vez la ineficacia de la ciencia médica? ¿sus límites? ”su enfermedad convierte la vida en una interminable pesadilla” (página 47) “el diseño de la mente de Daniel, pues, y por consiguiente su muerte, son el resultado del cambio de una letra en su código genético.”  (página 64) Las moscas en la mano de los dioses de Shakaspeare.

¿Escribir este libro resuelve su dolor?
«No lo resuelvo, porque el dolor estará siempre ahí. Lo mitigo mucho, lo sublimo, creo que esa es la expresión. Lo sublimo. Lo convierto en arte, es una catarsis también, para usar el término griego, es una liberación. En ese sentido ha sido muy curador escribir este libro.»
«Revivir ciertas escenas. ¡Fue dolorosísimo! Era volver a sentir, era volver a ponerme en la situación. Es duro, pero yo sé que él ya no está y que ahora yo soy la dueña de su historia y que eso le puede servir a otros.»
«No, yo no podría escribir más en prosa, pero sí puedo escribir mucho más en poesía. Porque Daniel está tomando lugares diferentes en mí, es muy probable que aparezca en algunos poemas.»

Piedad Bonnett en la parte de la enfermedad decide conocer al hijo enfermo “después de su muerte se ha apoderado de mi una pulsión investigativa que me lleva a indagar en cuanta materia o ser humano pueda responder a la pregunta: ¿quién fue Daniel?” (página 51)
Daniel era la enfermedad, era la vida y era la muerte, el suicidio. La búsqueda de Daniel pasa por relatar sus últimos años, su viaje a Nueva York, un simbólico marchar previo.
El título Lo que no tiene nombre
«No. Lo que no tiene nombre es que un joven, mi hijo, en la plenitud de la vida, con el futuro por delante, lleno de sueños y lleno de talento, de pronto tenga una enfermedad mental y nadie pueda hacer nada, y él tenga que acudir al suicidio porque no hay más salida. Eso no tiene nombre.»

«Séneca, un sabio suicida, en sus Consolaciones, que quise releer después del libro de Piedad, dice dos cosas que creo ciertas: que seguramente, pese a todo, es mejor que un hijo muerto haya existido, a que no hubiera existido nunca. Pienso que Piedad agradece haberlo visto, haberlo amado, haberlo conocido. Y Séneca dice también que la muerte es una liberación de todos los dolores y un límite que nuestros males no pueden traspasar; no porque al otro lado haya otra vida de placeres o de tormentos, sino porque es la muerte la que nos vuelve a dar la paz en la que estábamos sumergidos antes de nacer.» dice Héctor Abad Faciolince 

El final. El nacimiento de Carmen, la hija de Camila, la nieta de Piedad. El cuento de Navokov donde el hombre abrumado por la pena había llevado una caja de lata a la habitación tibia, donde estaba la vida, recuperada de la frialdad de la habitación del hijo muerto, y en su interior la larva en la crisálida, hibernada, con el calor renueva el proceso de la vida.

«Daniel ya no es. No, este libro es de los lectores. Yo le estoy presentando a mi hijo a mucha gente que se va a dar cuenta del chico extraordinario que era. Es un homenaje a la memoria de alguien que ya no está. Porque él vive en la medida en que vive en la conciencia mía, pero ahora va a vivir en la conciencia de muchos. Es como multiplicar la vida de Daniel. Multiplicar su existencia.»

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