XXIX
Aún veo que son muchos los
fuegos que se alzan
en las noches de estío, y de
día la luz
sigue ardiendo en la luz. Al
fin, llegó la hora
del regreso y he vuelto a
dormirme tumbado
en el heno recién segado y muy
reseco,
bajo cálidos hielos, bajo el
manto de estrellas.
Cuenco de astros volcados,
maravillosa horma
de mi vida, saetas que caéis de
los cielos
sin cesar, que jamás dais al
alma respiro.
Oh fieles luminarias de mis días
de infancia,
vagos, remotos mundos en la
sangre enraizados,
¿qué sueños provocáis de
nuevo en esa herida
que los años no dejan de
entreabrir lentamente?
Cierro y abro los ojos
contemplando la luna
―hoz de hielo que silba entre
los encinares
y sobre los jarales aún
calenturientos―,
hasta que a medianoche, desde el
monte Teleno,
desciende el frío aroma de los
pinos sangrados
y se refresca el aire, que
penetra en las venas,
y se adormece el cuerpo, y se
adormece el alma
bajo este techo excelso y
demencial que está
girando sobre mí, dulcísima
energía
de las almas que parten y de
almas que vendrán.
Fusión de la materia, de
tiempos y de límites,
en mis ojos abierto, en mis ojos
cerrados,
mientras yo mismo giro,
durmiendo, silencioso,
con ese orbe remoto que se
expande, fundido
bajo su negro y turbio gran
fuego musical.
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XXXII
Recuerdas una senda sombría
entre castaños
y un arroyo arrullando la piedra
de los siglos,
allá por una umbría del Valle
del Silencio.
Recuerdas el camino, la
misteriosa vía
ahora que el vacío está
desorbitando
tus ojos, y tu vida, y tus
sueños mejores.
Estás en el vacío que
atraviesa el dolor.
Estás en el dolor que alimenta
el vacío.
Y llega tu recuerdo, como un
sueño vivido,
aquel paso del valle que protege
la nieve.
Te llega sin relinchos, sin
plegarias, sin cantos,
sin la soez blasfemia de algunos
peregrinos.
Ya no hay huellas de pus en las
losas del atrio.
Hoy un hondo silencio se ha
llevado a los hombres,
a sus cruces, sus armas, sus
cirios, sus hogueras.
El tiempo ha carcomido la madera
aromada,
ha sembrado de víboras las
ruinas del cenobio,
ha hincado sus pezuñas y ha
metido su hocico
en las sangrientas vísceras de
la Historia, ha roído
lentamente los huesos de los más
firmes dogmas,
ha arrancado las santas cenizas
del sepulcro
a través de incesante
turbulencia de crímenes.
Aún así, hoy añoras el
silencio enlunado
de la braña, la senda perdida
entre castaños,
protegida por una lejanía de
lobos.
Desde el vacío ansías el
perfecto vacío,
la misteriosa senda de la que no
se vuelve,
que conduce a un remoto
cementerio de estrellas.
Antonio Colinas
El río de sombra
Treinta y cinco años de poesía,
1967 – 2002
Visor