22.
Hay
partes de la colonia agrícola
que
siguen siendo iguales,
pedazos
de lugar
que no
envejecieron
como
yo:
la
fachada neoclásica
de la
biblioteca,
el
banco Nación,
el
frente de algunas casas.
El
cemento es más firme
que las
generaciones.
En la
esquina de la escuela
San
Martín
calzo
35
y
cincuenta metros después
me
vuelvo un hombre.
Me
agrando me achico
cambio
de tamaño,
de
cabeza:
levanto
la vista para ver
a mis
papás
la bajo
para mirar
a los
perros.
En mi
entrenamiento
para
ser adulto
nunca
aprendí a dejar
que las
cosas se vayan,
siempre
me quedo agarrado
a algo:
en la
calle Alberdi
hay una
casa demolida
pero yo
sigo sentado
entre
las plantas del patio.
24.
En el
ábside de la iglesia
hay una
pintura
sobre
el nacimiento de Jesús.
María
está en segundo plano,
muerta
de cansancio por el parto.
A nadie
le importa, 
todos
adoran al niño.
Alrededor
hay criadas 
haciendo
lo mismo que hicieron 
en toda
la historia del arte: 
trabajar.
No
tienen tiempo ni para Dios.
Vi esa
imagen durante los años 
de mi
educación cristiana.
Estaba
ahí cuando revoleaba 
los
ojos en misa
y me
vigilaba desde la altura
cuando
tenía que confesarme
con el
padre Rucci.
Después
de mi selección
de pecados
me
tocaba rezar
bajo
los fluorescentes blancos
de la
Virgen María.
La luz
era igual a la luz
de la
despensa de mi barrio
y yo
creía estar arrodillado
ante el
mostrador
con su
cortadora de fiambres.
La
pintura siguió ahí
cuando
llegué a la confirmación.
Monseñor
Storni
iba a
oficiar la ceremonia,
las
señoras creyentes deliraban.
Al
final no vino
y nos
ungieron los dedos
de un
cura cualquiera.
Una
década después
cuando
yo había negado a Cristo
Storni
fue acusado
de
abuso sexual
y
nuestros padres suspiraron
frente
al televisor.
27.
Cuando
mi mamá empeoró
mi
hermana Tani tuvo que aprender
a poner
inyecciones.
Practicaba
con una naranja 
o un
pedazo de carne.
Fue su
enfermera personal 
durante
años.
Si mamá
no podía dormir
ella no
dormía,
si tenía
hambre
ella
también.
Era su
doble sano 
siguiéndola
del baño 
a la
pieza.
Al
final 
la
primera hija 
que
tuvo mi hermana 
fue su
propia madre.
En el
último tiempo 
la
alzaba como a un bebé.
Yo
tenía trece años.
Iba a
la escuela 
ponía
la mesa 
y no paraba
de paladear.
Tanto 
que
cuando mi mamá 
hizo su
última transmisión 
desde
la tierra 
y se
despidió del mundo 
en la
nave espacial de su cama, 
yo
estaba subido a mi bicicleta 
pero
mirando al cielo 
para
verla despegar.
Santiago
Venturini
En la colonia
agrícola
Ediciones
Liliputienses

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