CADENA DE CUSTODIA
Con muestras de la última comida,
nos retroalimentó, nos puso
a cuatro patas, en tela de juicio,
a base de Prozac,
desde que la saliva aprendió a maldecir
el hedor de las bolsas de basura
y a sellarlas con cinta americana.
Ese día
comenzó la crianza de Diógenes.
La patria potestad de los principios
retrocedió a su origen
entre virutas de lealtad
hacia un dios sordomudo, parecido
al amante que nos dejó morir de inanición;
un dios que nunca dijo nada, ni siquiera
su nombre.
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CURSOS A DISTANCIA
Podría ―no lo niego― dispersar mi ignorancia
con clases de luminiscencia,
trashumancia, artes fónicas
o de física cuántica. Estudiar
los preámbulos de la entomología
con todos los gusanos y las larvas
que he ido acumulando en la nevera.
Podría comenzar
un doctorado en toxicología
y hacer cursos endémicos y cursos para avispas,
cursos para aprender sin previo abismo
las cosas importantes:
a dormir como sueñan los gatos
encima del ropero;
heredar su virtud para sacar matrícula
en el salto del tigre. Y regresar
al claustro sin rasguños.
Podría ―por instinto―
investigar al fin con fines barbitúricos,
qué bondad necesita el cerebelo
para seguir a flote, encima de la cuerda sin caer
y aprobar el examen de la serenidad.
Por ejemplo,
aprender a morir con lo puesto, a vivir muchas veces.
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EL CUARTO OSCURO
He llegado por fin a lo que quería ser de mayor: un niño
Joseph Heller
Me enseñaron a ser escrupuloso,
así que hice las cosas
con premeditación y un par de guantes.
Me enseñaron a ser contemplativo,
retráctil. Me obligaron
a ser un pusilánime:
marioneta que sigue los tirones de la “normalidad”.
Como todos los hijos del error, desclavé culpa a culpa
las horas de la infancia
en aquel cuarto oscuro (una suite de juguetes averiados).
Después los años fueron mudando sus catástrofes.
Sus cloacas me abrieron las compuertas
como dos hemisferios opuestos de la luna.
En ese punto ardían los cuchillos y el ron.
Lo fui matando a ratos. El placer
me dolió como siempre: casi toda la noche.
Luego limpié el orín, la sangre,
el mandamiento cuarto y me acoplé al difunto. El nombre
no importaba. Aquel desconocido estaba allí
amándome a escondidas, confusamente muerto.
Después desholliné su rastro de la escena.
No hay crimen que no sepa huir de su difunto.
Llevo ya muchos años
deshaciendo el amor con tipos como él.
Todos se parecían a papá.
Katy Parra
Cadena de custodia
Ediciones Liliputienses
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