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sábado, 23 de septiembre de 2023

UN FRAGMENTO DE LA VENTANA INOLVIDABLE DE MENCHU GUTIÉRREZ

 

 

 

 

Una vez, hace años, T. escuchó una conversación inolvidable desde la ventana de su casa de la ciudad.

   En la plaza se había establecido un grupo de mendigos de quienes conocía incluso sus nombres. Uno de ellos era el maestro y líder indiscutible del grupo. Lo sabía todo. Si no era un filósofo era quien sabía qué hacer en cada momento. Parecían formar parte de una secta tranquila, hasta que, de vez en cuando, el alcohol abría una brecha en su convivencia. Entonces, él ponía orden.

   El maestro no bebía y estaba allí por otros motivos; altas razones a las que aludía sin desvelar su naturaleza y que, en todo el tiempo en que T. vivió en esa casa y tuvo ocasión de escucharle, nunca salieron a la luz.

   De vez en cuando, todos se iban a dar un paseo por el barrio.

   No iban muy lejos. T. los encontró varias veces en el parque, donde, más que nunca, parecían filósofos mudos. Nunca los vio pedir dinero, a pesar de que era evidente que vivían de la mendicidad. Pero no la ejercían en la plaza en la que vivían, por una teoría sobre el equilibrio y el respeto hacia los vecinos desarrollada por su maestro. Ellos vivían a ras de suelo, mientras T. lo hacía en el segundo piso: así se repartía la energía que hacía del lugar un oasis en medio del gran desierto que también es el caos. Aquí había agua, una fuente de las de antaño, de las amistosas y potables.

   A la plaza llegó un día un mendigo, a quién el maestro se dirigió para darle todo tipo de información: le recomendaba que se quedara en aquel lugar. Después de años viviendo en la ciudad, estaba persuadido de que era la mejor de las opciones para un mendigo. Le dibujó un mapa del barrio, y cantó sus excelencias, entre las que se encontraba el talante de los vecinos. Además del agua de la fuente, los baños públicos estaban muy cerca, había multitud de restaurantes, de supermercados, estaba el parque, la boca del metro, los soportales…, y como remate, la bella plaza y su estatua, el retrato ecuestre del rey…, el nombre y el número regnal, se lo inventaba cada vez. Casi siempre estaba de buen humor, pero nunca como aquel día en que cantó las alabanzas del barrio que había elegido para vivir, el mejor de la ciudad. Cuando, finalmente, T. cerró la ventana, lo hizo para que nada ni nadie enturbiara el discurso de un hombre feliz.

 

 

 

Menchu Gutiérrez

La ventana inolvidable

 

Galaxia Gutenberg



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