Una
vez, hace años, T. escuchó una conversación inolvidable desde la ventana de su
casa de la ciudad.
En la plaza se había establecido un grupo de
mendigos de quienes conocía incluso sus nombres. Uno de ellos era el maestro y
líder indiscutible del grupo. Lo sabía todo. Si no era un filósofo era quien
sabía qué hacer en cada momento. Parecían formar parte de una secta tranquila,
hasta que, de vez en cuando, el alcohol abría una brecha en su convivencia.
Entonces, él ponía orden.
El maestro no bebía y estaba allí por otros
motivos; altas razones a las que aludía sin desvelar su naturaleza y que, en
todo el tiempo en que T. vivió en esa casa y tuvo ocasión de escucharle, nunca salieron
a la luz.
De vez en cuando, todos se iban a dar un
paseo por el barrio.
No iban muy lejos. T. los encontró varias
veces en el parque, donde, más que nunca, parecían filósofos mudos. Nunca los
vio pedir dinero, a pesar de que era evidente que vivían de la mendicidad. Pero
no la ejercían en la plaza en la que vivían, por una teoría sobre el equilibrio
y el respeto hacia los vecinos desarrollada por su maestro. Ellos vivían a ras
de suelo, mientras T. lo hacía en el segundo piso: así se repartía la energía
que hacía del lugar un oasis en medio del gran desierto que también es el caos.
Aquí había agua, una fuente de las de antaño, de las amistosas y potables.
A la plaza llegó un día un mendigo, a quién
el maestro se dirigió para darle todo tipo de información: le recomendaba que
se quedara en aquel lugar. Después de años viviendo en la ciudad, estaba
persuadido de que era la mejor de las opciones para un mendigo. Le dibujó un
mapa del barrio, y cantó sus excelencias, entre las que se encontraba el
talante de los vecinos. Además del agua de la fuente, los baños públicos
estaban muy cerca, había multitud de restaurantes, de supermercados, estaba el
parque, la boca del metro, los soportales…, y como remate, la bella plaza y su
estatua, el retrato ecuestre del rey…, el nombre y el número regnal, se lo
inventaba cada vez. Casi siempre estaba de buen humor, pero nunca como aquel
día en que cantó las alabanzas del barrio que había elegido para vivir, el
mejor de la ciudad. Cuando, finalmente, T. cerró la ventana, lo hizo para que
nada ni nadie enturbiara el discurso de un hombre feliz.
Menchu
Gutiérrez
La
ventana inolvidable
Galaxia
Gutenberg
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