«Mi
amigo Rodrigo era un currela, trepaba los andamios, se
ajustaba los arneses y se colgaba de una cuerda ocho horas al día, todas las
semanas, durante muchos años, amarrado a una brocha, con un cubo de pintura,
reparaba fachadas y barrotes de metal de las terrazas, en las alturas. Mi
amigo Rodrigo, además, era un padre generoso, amante de su hija,
y por ese motivo ejercía día a día, de currela. Resbaló, dicen. Accidente
laboral, dicen. Mala suerte, dicen. Fatalidad dicen todos. Pero todos saben que
vivimos una época muy hija de puta, donde el horror del capital se aprovecha
del cansancio de los cuerpos y su precariedad y los daña y asesina. No fue un
accidente, sino un asesinato más. Un crimen normalizado. Un nuevo golpe en la
nuca del trabajador.
Mi
amigo Rodrigo era muchas cosas además, porque nos ha dejado
cientos de libros editados, de autoras y autores para muchos desconocidos, pero
importantes para él. Publicó poesía, editó fanzines, organizó ferias,
recitales, encuentros, multitud de eventos. Generó vínculos de amor, lazos
poéticos, ataduras de amistad, con la delicadeza absoluta que sólo el amor al
arte es capaz de establecer, sin el ánimo del lucro, con el compromiso de los márgenes
y la intemperie, porque creía ciegamente en la subcultura. Obvio, sólo un
currela, un obrero, un operario, tiene la capacidad de darse más allá del
ámbito profesional.
Rodrigo,
mi amigo, no aparecerá en las listas de babel, ni en los renglones torcidos de
los suplementos culturales, no tendrá obituario que le digne, no contará con
reconocimiento literario alguno, más allá del que le profesamos sus amigos y
familia. No tendrá tampoco la medalla por los servicios prestados, el homenaje
del mérito al trabajo. Sin embargo, Rodrigo Córdoba,
editor valiente, poeta y mago del diseño, amigo y confidente, hermano, cuenta
con una legión fraterna, que el solito se encargó de cuidar.
Violetas,
hija y compañera, vuestro dolor también es mío, el nuestro, el de todos. Os
abrazamos muy fuerte.»
Gsús
Bonilla
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