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Se fue
y sin embargo permanece.
Mamá lo
tiene escondido en un cajón secreto del armario.
A mi
padre.
Al
muerto.
Al que
ayer descansaba en un cementerio cerca del mar,
en un nicho
donde el sol nunca estaba para mandar su saludo,
donde
las flores
(decir
flores es decir algún elemento que
pudiera
señalar que ese hombre existió
y que
cada vez en cuando alguien se acuerda de
él y lo
visita /
trae
una flor que arranca probablemente del
jardín
de la entrada
o bien
compra un ramillete de rosas de tela y
espumillón
en la tienda de los chinos
y las
deposita ahí /
en la
lápida de mi padre.
La
número 356.
La que
tiene una fotografía en blanco y negro
en la
que parece sonreír pero no)
abren
su boca de escarcha en busca del agua que nunca está.
Decía
que mi padre se fue, aunque continúa.
El
precio de la muerte era demasiado alto para que mamá lo
pudiera
seguir pagando.
Así que
decidió sacarlo del cementerio, incinerar su cuerpo y
devolverlo
a casa.
La casa
de mamá es estrecha, con un pasillo largo y una
terraza
sucia.
La casa
de mamá huele a tabaco y pies, a niño que corta jamón
en una
fábrica de las afueras,
a papá
rascando las paredes del armario con sus uñas de ceniza.
Pero
antes de que la muerte de papá llegase a casa pasaron
muchas
cosas que voy a contarles.
Pónganse
cómodos, fumen si lo necesitan.
Piensen
en sus papás, en los nichos que pagan a plazos,
en esa
compañía de servicios funerarios que les llama un lunes
cualquiera
al móvil
y les
ofrece un féretro biodegradable y una cruz.
Angélica
Morales
Mi
padre cuenta monedas
Presentación
de Amalia Iglesias
Ediciones
El Gallo de Oro
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