AUTORRETRATO CON ESPEJO
He
perdido un poema que comencé a escribir hace 
más
de tres años.
En él
te decía que probablemente la primera vez que 
me
sentí solo y aterido fue en Londres, en los 
pasillos
de aquel hotel sin alma de Paddington 
donde
mi padre rozó la muerte con sus dedos.
De
Londres y aquel viaje ya solo me queda una 
chaqueta
de terciopelo azul como la que Browne 
cosió
para John Keats. Eso y la certeza de que 
jamás
uno de mis versos rozará los suyos.
Leí
Endymion en una habitación que olía a 
enfermedad
y a oscuras, mientras tú buscabas en 
la
ciudad y sus mercadillos de Portobello y 
Camden
lo que más tarde compraste a precio de 
saldo
en Poitiers.
Potiers
es un agujero negro en cuyo fondo duermen
escorpiones.
Una vez tuvieron que leerme 
“Pandémica
y celeste” para que comprendiera 
que
aquella noche amaban antes a mil cuerpos 
que
al mío. Para estar cerca de mí, para entenderme, 
hablar
de poesía es necesario.
Una
noche busqué la imagen de la luna en el fondo 
de
un vaso. Y esa noche busqué mi salvación en el 
prospecto
de un fármaco que había de matarme 
sin
dolor porque ya sufría bastante en vida.
De
todos los poemas que he perdido, y son unos 
cuantos,
este quizá sea el más difícil de reescribir. 
Nunca
un poema es idéntico a otro. El humo no 
sube
de la misma forma en dos ocasiones para 
acariciar
el cielo, ni el de París ni el nuestro.
En
París, en un hotel destartalado de la rue Chomel, 
soñamos
con un poemario que algún día escribirás 
en
el que yo ya no estaré. Acaso nunca lo he estado. 
Esa
es mi sensación ahora sentado en una ventana 
que
me ofrece el abisal paisaje de mi vida.
En una
mesa de una braserie de Saint Germain
Des 
Pres
coloqué un anillo dentro de una cajita y te 
dije:
significa lo que tú quieras que signifique. Y
 era nada. Si hubiera sabido todo lo que iba a 
suceder
quizá hubiera repetido todos y cada uno 
de
esos pasos, porque solo hay belleza en la verdad 
y
la verdad es estar cerca de la muerte y mirarle a 
los
ojos.
Es algo
así como si hubiese llegado la solución final a 
nuestras
vidas y como si esta historia se diera por 
cerrada
en el silencio y tu ausencia. Hacía mucho 
tiempo
que no buscaba en mi interior los límites 
de
mi sombre y ha resultado un perturbador 
vacía
que dice nada.
Están
vacías todas las mesas de los restaurantes 
a
los que fuimos. Son inconsistentes restos de la 
derrota,
retales de una vida vivida bien y perdida 
con
el furor con el que solo se pierden las grandes 
batallas.
Como
una tormenta que se aleja sin tocarte pero te 
hace
sentir el trueno y el miedo dentro de ti. 
Como
un lagarto grande y muy verde que se 
acerca
pesado hacia ti y te saca la lengua, y que 
sabes
que nunca ha de alcanzarte pero consigue 
que
tiembles tus rodillas.
Amsterdam,
después, pudo ser la solución y la ciudad 
donde
todo comienza de nuevo, el lugar en el 
que
los pasos son marcas de agua en esa gran 
vidriera
que se ha resquebrajado.
A veces
caminábamos por el barrio rojo con la mirada 
perdida
en los neones sin apenas entender esa 
metáfora
del mundo mercado y sin entendernos 
en
nuestro deambular.
Éramos
dos sombras, dos pequeños seres de un cuadro 
de
Rembrandt o de un paisaje de Brueghel el 
viejo,
fuera del tiempo y de la vida. Dos autómatas 
que
buscaban un lugar en el que sentarse y beber 
cerveza
con el aroma, la vida y el humo de los 
otros
como paisaje.
Lo dijo
un hombre viejo y gris lleno de vida: no es ni 
un
papel de fumar. En una calle estrecha como la 
de
tus sueños, tus pasos y sus pasos se cruzan 
pero
no hay palabras porque no existen, nadie 
sabe
qué decir. Todos nos hemos quedado 
mudos.
Este es el silencio del que hablaban las 
escrituras,
este es. Así de poderoso y repentino, 
así
de imposible de atrapar.
Como
tú, como el poema, imposible de decir, al fin 
y
al cabo.
Nacho
Escuín
El azul
y lo lejano
Planeta
Clandestino # 144
Ediciones
del 4 de Agosto

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