La
tarde que se alarga. Nieva. La duración
en mí,
que me desprendo y al cabo doy
en
todo. Y solo. Aquí o allá
es lo
mismo, inmediato. Ahora puedo
ver,
alguien me prenuncia, el tiempo
me
retiene más salvo que nunca, menos
transcurso,
a salvo ya de su condena. Después
de
tanta muerte natural, de tanta
pregunta,
este consuelo, lo que no mueve
el
mundo, la quietud, el olor de la tierra.
—HÚRGURA—
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Después
de la riada, bajo el puente, hay
troncos
de arbustos, lodo, plásticos, muñecas
y
alguna bota suelta, como observo a menudo
con
estupor en los arcenes. Más adelante, aneas
y
verguizas, se ven hasta culebras, el agua
transparente
que sueña el roce de la piedra
y la
piedra que se hace guijarro, afila en su memoria
el
ruido que traían los ramales de granizo
del
nublado. La piedra y el agua. Lo que rueda
y lo
que se arrebata. Los chopos hablan en la orilla
—CRECIDA—
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Acabará
asomándose el árbol por encima
del
muro aunque lo vayan dejando solo
los
años y verá la luna llena sobre los almendros
en flor,
subiendo desde el horizonte. Y aguantará
el
jolgorio de los pájaros en el relumbre
postrero
del otoño, dando por bueno
su
regocijo en medio de la tristura. Será
justo y
querrá que su desánimo sea luz
y
mañana. Querrá su altura. La belleza
es
tranquila, se ahínca, necesita reposo.
—CONJETURA DE BELLEZA—
Fermín Herrero
Tempero
Ediciones Hiperión
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