TOLEDO – MADRID – CÓRDOBA
a Roberto Bolaño
TOMO el primer café de la mañana
en la estación de autobuses, mirando
por los cristales del bar; la niebla
va cubriendo la masa del Alcázar,
mientras en la otra orilla del río
la Academia conserva sus contornos
apenas manchados por la luz.
Desde ahí transmitía ayer una emisora
la noche de la Inmaculada,
cuando hacían su puesta de largo
las doncellas: uniformes militares
de gala, vienesas gasas, arañas
pendientes ―alcanzaba cincuenta años
el baile de Infantería.
Se confunden las fiestas de las vírgenes
con las laicas, y se sumaba la fecha
de la Constitución; vi entonces
imágenes grabadas en Vitoria:
los partidos turnistas y las autoridades
―el obispo católico, el ejército
y la Guardia Civil, los jueces―
lo celebraban juntos, caras serias,
casi ceñudas. Acababa de hablar
por teléfono con un amigo, de cuando
parecía que su avión estaba cayendo
en picado sobre América, y se abrazaban
él y Carolina y el niño, a oscuras,
entre los gritos: «sentí ―decía―
la realidad, lo espesa que era, ahogaba».
Así iba pasando la noche, también
con niebla en torno a las torres rojas
y entre los cipreses del Taller del Moro.
La democracia tal vez consista
en eso: que ellos continúen haciendo
lo de siempre, mientras nosotros ―por tolerancia―
ya no podamos criticarlo. Pero me doy
cuenta de que no es fácil
saber quiénes son ellos y menos aun nosotros;
desde hace horas estoy rodeado de gente
y no consigo ordenar los plurales.
En el metro, un padre y un hijo negros
me adelantan hablando en castellano;
la proporción de los colores cambia
debajo de la tierra. En la larga cola
de los aseos públicos, casi todos
son ancianos, vamos entrando de uno
en uno. O la mezcla abigarrada
de las palabras en el tren:
la masa de las banales, el corte
de lo asombroso, el abandono estridente
del auricular en un asiento. Atravesamos
un país vacío, saturado de discursos.
Los olivares van poniéndose más húmedos,
perdiéndose más en la niebla según se acercan
los montes; el reloj trae la duda
de si alcanzaremos el sol del sur
antes de que caiga la tarde. Las voces
me devolvían el recuerdo del teléfono:
habló mucho de su estancia en Venezuela,
de las contradicciones de Chávez, de la esperanza
y el pesimismo, «es muy joven», repetía
con extrañeza, y no dejaba de invocar un espacio
común, no solo para él y para mí,
un nosotros que había salido perdiendo
siempre, que volvería a hacerlo tal vez,
pero cuyo uso era posible. Sin embargo,
me confesó que su novela dialogada
por fin se había convertido en un monólogo,
solo de algún él podemos decir yo.
Túnel a túnel, con la presión de los oídos,
van cambiando los árboles: en encinas
los olivos, en pinos las encinas, espectrales
todo entre continuas charcas. Cuando llegaron
caía una llovizna y de aquí proceden
los nombre Caminando-en-bruma,
Viene-en-bruma, Llovizna... Calmar a un niño,
transformar el llanto en cháchara
hasta que la boca vuelva a hacerse llanto,
el padre le sujeta por la cintura.
En las afueras de Córdoba tampoco
hay sol, el viaje languidece
como si en torno hubieran hecho el vacío.
Y ahora leo en Norman O. Brown:
La democracia no tiene monumentos.
No acuña medallas. No lleva la cabeza
de ningún hombre en las monedas.
Es iconoclasta. El sueño
es colectivo, aunque ni siquiera sea posible
conocer a quien sueña. Se detiene el tren,
va a adaptarse al ancho de vía.
Ya contaré el resto del viaje.
Miguel Casado
Deseo de realidad
Poesía reunida
Tusquets
No hay comentarios:
Publicar un comentario