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martes, 19 de diciembre de 2023

UN POEMA DE LYDIA DAVIS Y UN POEMA DE ELIOT WEINBERGER EN DOS ESCENAS AMERICANAS

 







Un primer recuerdo sobre mi querida madre

es que solía sentarse junto a la cama bajo el alero,

al lado del ventanuco que da al este,

y tras ver que Obed y yo quedábamos cubiertos

muy a gusto y arropados,

nos contaba historias o hablaba de aquel día de lo ocurrido,

hasta que la tarde gris entraba en la noche profunda;

sin vela alguna encendida

y en el almacén mi padre aún retenido.


Contaba historias de afligido interés para nosotros y ella misma,

y contadas para desahogar el corazón entre sus hijos,

muy jóvenes aún para entender plenamente

la naturaleza de su pena.

Habló de la muerte de su madre,

de jóvenes marinos muertos en las Indias Occidentales,

de John Morris, joven inglés traído hasta estas tierras,

que había estado en Francia y visto el Reino del Terror,

los ríos de sangre desde la guillotina corriendo por las calles;

de la muerte de su padre que cayó desde un henar en su granero

una mañana muy temprano, poco después de que ella se casara.


Nos contó del día de su boda

y de la vuelta a casa con nuestro padre,

en una grupera tras él a lomos a caballo,

y con sus amigos invitados;

de sus primeros quehaceres en la abarrotada casa del abuelo,

con su extensa familia de hijas,

antes de que se edificara la nuestra;

de la muerte del “pequeño Sidney”, el primero de sus hijos,

que no había cumplido aún los dos años,

y cómo, al no poder quedarse sola en la casa

el momento del día que más ambicionaba

era el del crepúsculo

cuando podía ir lejos al prado a ordeñar la vaca

y a llorar a voz en cuello.



Lydia Davis


―――――――――――



Los indios cuentan que había una vez un gran jefe se que lamentaba desconsoladamente tras la muerte de su mujer: se apareció el dios Ta-vwoats ofreciéndole tallar una senda por las montañas para llevarlo al paraíso y mostrarle que su mujer se hallaba en tierras más venturosas. El jefe prometió, obligado a su regreso, que nunca revelaría la ubicación de aquel lugar, pues su pueblo, que vivía bajo los rigores del desierto, ambicionaría seguir esa senda al paraíso. Entonces, el dios Ta-vwoats, sabedor de las flaquezas humanas, envió un río desenfrenado y embravecido por aquella senda: las gargantas del cañón del Colorado.


Izamos nuestros pendones y empujamos las barcas desde la orilla.



Y yo no sé, ay no sé,

qué gozos están allí



Oteros con formas raras. La cabecera del primer cañón: brillantes rocas bermellonas. La llamamos Garganta de las Llamas.



Nos adentramos ya muy ansiosos por el misterioso cañón. Dicen que no se puede navegar. Los indios dicen: “Pila de agua atrapar”.



Eliot Weinberger



Lydia Davis & Eliot Weinberger

Dos escenas americanas


Traducción y epílogo de Aurelio Major


Kriller71ediciones


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