[NOVENTA Y NUEVE ESTRELLAS DE MAR Y UNA CODA]
Si las rocas respiran, ¿no habrás de hacerlo tú?
Brama el mar en su nombre y en el tuyo. Entra y rompe, imprudente, las
costuras, el cuidadoso atado de los cuerpos. Se lleva por delante las
costillas, ese armazón de barco y de velamen que reclama el oxígeno y el tórax.
Te habías levantado entre la asfixia. La luz
era pastosa: una tela tupida tapando tu cabeza, un revoltijo de hilo en la
laringe. Después has caminado hasta la rompiente, hasta el abrupto corte de la
costa y llamarás al mar casi sin voz. Si no viene, terminarás gritando. Como en
los sueños, no hay tiempos verbales: todo ocurre mañana y es ayer. Pero sigues
llamando al mar incluso en la afonía, en el volcado y brecha, entre las redes.
No alcanzaste a anotar en tu cuaderno las frases desarboladas por el naufragio:
«No puedo respirar», o bien, la asfixia es una experiencia mancomunada, o bien,
entre el ritual de espanto se escapa la última brizna de aire con la que puedo
decir toda persona importa, por favor,
por favor, sólo levántate, por favor, mamá, mamá, por favor, o bien, soy el viento y cada una de las personas que
importaron que importan toda persona importa porque el regalo del sol es
una experiencia mancomunada.
Brama el mar en su nombre y en el tuyo.
Después lo borra todo sin temblar. Se apoyará en tu frente, volverá a
bautizarte, regalará monedas de agua a los más niños. Festejará el bullicio de
borrarte y rehacerte cada vez, como ola que muere y se levanta. Como esos
niños, o gaviotas ruidosas y carnívoras, o pequeños erizos de mar que se
reconocen en las delicadas tareas de la aguja o de la orfebrería, y también
golpeándose, mueren se levantan.
En tu piel abre el mar sus pasadizos, la
llamada impaciente de los pájaros. Entra por el boscaje de los bronquios, los
bramaderos rotos del batiente. En el norte de ti, te rompe y entra. Te llena
con disturbio y con amor.
Han de besarte algas, bivalvos y pequeños
animales transparentes. Te abrazarán con sílabas de espuma, el torbellino
brusco que se enreda en las piernas y las hace caer hasta el amor. ¿Cómo has de
llamarte, ahora que no te perteneces? ¿Ahora que murmullas el macilento idioma
de la hipoxia y el agua ha de romper cualquier sintaxis? Porque en la privación
ya no te perteneces, eres de ella, de sus formularios sumergidos y las largas
agendas del ahogo.
Si las rocas respiran, ¿no habrás de hacerlo
tú? Como un ciervo, el mar brama tu nombre. Braceas levantándote en su boca, en
el lenguaje inquieto del amor. Siempre es la vida en su mandato de agua, su
mandato de hierba y de pelambre, su encarnizado modo de decirse en el lenguaje
inquieto del amor.
Es el mar padre y madre. Es tus hermanos. Se
alza en ti, es esperma del inicio, es el padre que se abotona el sol, es tu
madre expulsando la placenta sobre la orilla hermosa, salpicada, cuando
devuelve un cuerpo y no es el tuyo. Caminas entre volúmenes humanos, las fundas
plásticas que alojan sombras ya desvanecidas, refugiados durmiendo sobre la
cicatriz del cielo. ¿Encontrarás tu cuerpo entre tantos ahogados? ¿Por qué no
te correspondió llamarte Siria, o Irak, o tal vez Yemen? Nada sabes de ti ni de
los otros, el oleaje dicta una jerga imposible, es el centro y la herida
incandescentes.
Arden el mar y los campos de Moria. Arden
los alfabetos de la infamia, las oraciones rotas de los dignos. En la noche en
la que arde el sol de Europa, noventa y nueve estrellas de mar duermen sobre la
playa de una funda. No sabes si lo que ilumina el cielo es tu propio alarido o
la escarnecida respiración del agua que habría querido acunar esos cuerpos.
Noventa y nueve estrellas en un cielo mudo. Cuando cierras los ojos y te
entregas, cuando la arena anida en la laringe, cuentas noventa y nueve
estrellas en un cielo mudo. No hay red ni artesonado ni cadencia, sólo el agua
que besa cada nombre.
Si ellos no respiran, ¿habrás de hacerlo tú?
NOTAS
1.
Mare no Nostrum. Mare no Mater. ¿Cómo es posible que una sola palabra
cancele pasado y futuro a la vez? ¿No son siempre las piernas de la madre las
columnas de Hércules, ese final del mundo conocido?
2. Pescar hombres tampoco podía referirse a esto. Al
entrar en las aguas más profundas, se rompen las redes por la carga excesiva.
El lenguaje es también una red inflexible. Romperla, morderla para que deje oír
la oración de los dignos.
3. Escribir cuaderna no es escribir cuaderno, ni
siquiera si la cuaderna forma las costillas del casco, esas piezas curvas que
suben desde la quilla como ramas y desglosan el día que no llega. ¿Será el
cuerpo un barco lanzado a la deriva? Al mirarlo, cielo y mar lo manchan con su
sombra, una pizarra oscurísima que habrá que iluminar violentamente.
4. La estrella de mar se llama asteroidea porque no
pudiste imaginarla sumergida. Tiene que ser una forma del cielo. Pero a pesar
del abrazo de la similitud, la vida no se parece a nada. Es siempre inagotable.
No se deja apresar en ningún apelativo. Puedes hablar de un cuerpo plano
formado por un disco pentagonal pero te limitas a describir, ser superficie.
Hay que bajar a lo hondo incluso sin aliento.
5. Al descender, buscas esa corriente aforística bajo
la marea de la que ha hablado Charles Wright. Cuando levantas los pies del mar,
tropiezas con una línea de arena formada por una sola palabra repetida noventa
y nueve veces que ha dejado un largo rastro de sangre tras de sí.
6. Seguir ese rastro. Sumergirse. Anotar cada nombre.
No ser red.
7. ¿Y la coda? En esa bajura no importa la respuesta.
Insistes, sólo insistes: no ser red.
María
Ángeles Pérez López
Libro
mediterráneo de los muertos
Pre-textos,
poesía
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