SAFO DE
MITILENE
Eros me sacudió el alma
como el viento que en la montaña sacude los
árboles.
Resbalar
por un sexo que no es tuyo pero es
igual que el
tuyo.
Tocar como tocándote. Que todo te recuerde a ti y, a la vez, entiendas lo
frágil que es el yo, lo mucho que tus pechos pequeños se parecen a otros.
Reflejarte en el beso como en la superficie del espejo. En el rostro que rozas,
ser capaz de mirarte. Amar y escribir consisten en lo mismo: buscarte en lo
distinto, llegar a la unidad conjurando lo múltiple.
Quienes nacemos
en las islas
conocemos de sobra los
confines,
pero también sabemos de la fragilidad de las fronteras. Advertimos sus
contornos imprecisos, su constante vaivén (vemos cómo se mueven y nos mueven).
Con cada ola, Lesbos cambia. La tierra se sumerge y, al hacerlo, sus límites se
borran. Abolir una linde de agua es tan fácil como lanzar contra ella una
piedra, cruzarla a nado, navegarla con una embarcación.
Nacer en una isla
supone hacerte constantes
preguntas
sobre
tu propio origen. ¿Mojarte los pies te vuelve extranjera? Para ser una bárbara,
¿hasta dónde tu cuerpo ha de hundirse en el mar? Quienes nacemos en islas
sabemos que la escritura es también una isla, una arena a la que llamamos
patria. Este borde que al desplazarse nos desplaza. Esta orilla de la que nunca
podrán desterrarnos los tiranos.
MARINA
TSVETÁIEVA
Dame la mano para ir tras la muerte.
Será mi
casa el frío,
su filo. La vida se escurre por mis
manos
abiertas (la oigo caer, la oigo romperse). Lo único que mis dedos sostienen es
el hambre como un pan caliente, como niños llorando, como puñados de tierra. El
hambre te arrebata la belleza. Abre el mismo agujero en Moscú que en Praga que
en París. Se extiende igual que una mancha o un sarpullido. De la buhardilla en
la que vivíamos en Rusia llegué a quemarlo todo, hasta las vigas (a veces hay
que lanzar al fuego el techo que nos cubre, la lengua que hablamos desde
niñas). Escribir se parece a arrojar a las llamas nuestro frío, nuestras manos,
nuestro hogar. Echarse a la boca esto negro y salir a la noche como quien sale
al cuerpo que se ama: palpando, palpando.
Pero el
barro se pisó
y ahí está
el surco. Todo lo que
tenemos
es un rastro. Todo lo que podemos decir es esta huella. La poesía no nos salva
de las tripas vacías, las hijas muertas, los maridos ausentes. En el hueco que
somos, el miedo se convierte en un sonido que crece (rebota y se amplifica). La
poesía no nos salva del ruido, pero sí pone más ruido sobre el ruido para que
no se entienda (solo en esa confusión seguimos vivas). Vamos buscando algo
caliente, un vaho que empañe la certeza del golpe, una niebla que nos haga de
ojos. Mis ojos, mi niebla, han sido mis versos.
He
agarrado el brillo de la lengua y he
tratado de alzarlo:
que
fuese su luz una montaña. Por esa fosforescencia, subir hasta la cumbre. He
hablado del amor y del gozo, he aupado la verdad sobre mis hombros para
llevarla lejos. Pero a veces estaba demasiado cansada. A veces nada se encendía
en el nombre (escribir es arder; las palabras, una chispa que no siempre se
prende).
Al final
no encontré el
gancho que buscaba,
pero sí
una
rama de abedul y la cuerda que usé para cerrar mi maleta. Quedaré suspendida
sobre un suelo de nieve. Será blanca la muerte. Y mi casa, su filo.
Olalla
Castro
Las
escritas
Berenice
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