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miércoles, 18 de octubre de 2023

DOS POEMAS DE OLALLA CASTRO EN LAS ESCRITAS

 



 

 

SAFO DE MITILENE

 

 

Eros me sacudió el alma

como el viento que en la montaña sacude los árboles.

 

 

Resbalar por un sexo que no es  tuyo pero es igual  que el

tuyo. Tocar como tocándote. Que todo te recuerde a ti y, a la vez, entiendas lo frágil que es el yo, lo mucho que tus pechos pequeños se parecen a otros. Reflejarte en el beso como en la superficie del espejo. En el rostro que rozas, ser capaz de mirarte. Amar y escribir consisten en lo mismo: buscarte en lo distinto, llegar a la unidad conjurando lo múltiple.

Quienes  nacemos  en  las  islas  conocemos  de sobra los

confines, pero también sabemos de la fragilidad de las fronteras. Advertimos sus contornos imprecisos, su constante vaivén (vemos cómo se mueven y nos mueven). Con cada ola, Lesbos cambia. La tierra se sumerge y, al hacerlo, sus límites se borran. Abolir una linde de agua es tan fácil como lanzar contra ella una piedra, cruzarla a nado, navegarla con una embarcación.

Nacer  en una isla  supone  hacerte constantes preguntas

sobre tu propio origen. ¿Mojarte los pies te vuelve extranjera? Para ser una bárbara, ¿hasta dónde tu cuerpo ha de hundirse en el mar? Quienes nacemos en islas sabemos que la escritura es también una isla, una arena a la que llamamos patria. Este borde que al desplazarse nos desplaza. Esta orilla de la que nunca podrán desterrarnos los tiranos.

 

 

 

MARINA TSVETÁIEVA

 

Dame la mano para ir tras la muerte.

 

 

Será  mi  casa  el  frío,  su filo.  La vida  se escurre por mis

manos abiertas (la oigo caer, la oigo romperse). Lo único que mis dedos sostienen es el hambre como un pan caliente, como niños llorando, como puñados de tierra. El hambre te arrebata la belleza. Abre el mismo agujero en Moscú que en Praga que en París. Se extiende igual que una mancha o un sarpullido. De la buhardilla en la que vivíamos en Rusia llegué a quemarlo todo, hasta las vigas (a veces hay que lanzar al fuego el techo que nos cubre, la lengua que hablamos desde niñas). Escribir se parece a arrojar a las llamas nuestro frío, nuestras manos, nuestro hogar. Echarse a la boca esto negro y salir a la noche como quien sale al cuerpo que se ama: palpando, palpando.

Pero  el  barro  se  pisó  y  ahí  está  el  surco. Todo lo que

tenemos es un rastro. Todo lo que podemos decir es esta huella. La poesía no nos salva de las tripas vacías, las hijas muertas, los maridos ausentes. En el hueco que somos, el miedo se convierte en un sonido que crece (rebota y se amplifica). La poesía no nos salva del ruido, pero sí pone más ruido sobre el ruido para que no se entienda (solo en esa confusión seguimos vivas). Vamos buscando algo caliente, un vaho que empañe la certeza del golpe, una niebla que nos haga de ojos. Mis ojos, mi niebla, han sido mis versos.

He agarrado  el brillo  de la lengua y  he  tratado de alzarlo:

que fuese su luz una montaña. Por esa fosforescencia, subir hasta la cumbre. He hablado del amor y del gozo, he aupado la verdad sobre mis hombros para llevarla lejos. Pero a veces estaba demasiado cansada. A veces nada se encendía en el nombre (escribir es arder; las palabras, una chispa que no siempre se prende).

Al  final  no  encontré  el   gancho   que  buscaba,  pero  sí

una rama de abedul y la cuerda que usé para cerrar mi maleta. Quedaré suspendida sobre un suelo de nieve. Será blanca la muerte. Y mi casa, su filo.

 

 

 

Olalla Castro

Las escritas

 

Berenice


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