YO
TENÍA una abuela luna
que
nunca me dijo nada.
Estaba
ocupada intentando
rellenar
la
herida que le trepó por la pierna
cuando
pisó la arqueta del patio,
acallar
el
hueco mudo de su vientre.
Por eso
iba guardándolo todo
quedamente,
con
ojos claros y vidriosos,
dentro
del cajón de la cocina:
cien
mendrugos de pan duro,
nueve
listas de la compra,
cinco o
seis corchos de sidra,
tres
bolígrafos de propaganda
y un
osario de servilletas.
Quisiera
poder morder juntos
el
aire, caliente de resurrecciones,
que
ladra,
y sus
manos suaves,
temblorosas,
desvalidas,
que
guardan,
y
permanecen aferradas a los muros
ígneos
de exterminio
y de
carcoma.
El aire
es la
sombra en el umbral oscurecido,
el
rumor de grava sobre las palmas,
hiriente,
como
cuchillos diminutos.
Sus
manos
son
aquella que se desprende de otra
el
cuello que en la caída se aferra,
con
dulzura,
a su
soga.
Sara
Prida Vega
Arde
InLimbo
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