Porque ella supo enseñarme
las palabras del poema
Y
recordé la noche y tuve miedo.
Oía los
clamores del sol y el silbido del viento
pero ya
no había puertas que cerraran la casa
ni
llaves ni cadenas.
La vida
nos había dejado a la intemperie
y buscábamos
dónde cobijarnos.
En el
desierto blanco y silencioso
se oyó
el balbuceo maternal,
la
sílaba sedienta de lenguaje.
Un parto
de savia y de latidos
fue arrancando
alabanzas
en el
tránsito oscuro de la sangre.
La voz
extraviada
regresó
al abrigo de la cuna,
a la
canción antigua,
al
madrigal sediento, a la eterna elegía.
Quiso
conocer el nombre secreto del aire, del silencio,
el
nombre de los sueños, de la noche,
y se
amparó a la lumbre del poema.
Teresa Martín
Taffarel
Del
tiempo y las sombras
Candaya
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