MIEL DEL VÉRTIGO
Amé todas las pérdidas
ANTONIO GAMONEDA
Tres
días para lo alto, tres días para lo bajo, uno para la sabiduría. En sus manos
pongo la llave —horizonte cárdeno y huesos— que abre la puerta de mi casa.
No
un sistema mecánico de pesos y contrapesos, concebido para que a fin de cuentas
jamás se modifique el circuito de la decisión; sino el equilibrio más delicado
entre el pimentón y el invierno, entre la historia y la misericordia, entre la
escarcha y la melancolía.
El
que trajo las enredaderas de la hematopoiesis, el color amarillo y el color
índigo, los granos de alimento amargo para el corazón. El que no quería
dividirse entre la presión del glaciar y el escalonamiento de la libertad. El
que caminaba sin navaja, soñaba sin licencia, custodiaba las metamorfosis.
De
él diría: es un poeta, viene de lejos,
si no pudiera afirmarse lo mismo de cualquier ser humano que haya vivido su
tiempo con fidelidad al humo cálido del corazón.
Antonio
Gamoneda escuchó, habló, calló, inequívoco en la cruz que forman la vertical
del cosmos con la horizontal de la vida. Ahí donde cualquiera puede
encontrarse, encontrarle. Él viene de muy lejos.
Tiempo
de compartir el pan de escanda, la rueda de arenques y las grosellas negras.
Antonio, bluesman a orillas del
Bernesga, miel del vértigo, determinante acíbar de la poesía.
Jorge
Riechmann
Un
zumbido cercano
Calambur
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