Le
construimos una vivienda al miedo:
de cien
paredes sólidas,
de
criadas silenciosas,
de
suelos encerados
y
techos robustos.
Él fue,
entonces y ahora,
el
único animal doméstico.
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Cobijar
el miedo,
como si
fuese un exiliado,
un
herido de guerra.
Sorprenderse
después de que domine
todo.
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Al
enflaquecimiento del tiempo
ir
sembrando también lo flaco
y
esperar una cosecha pobre.
Esos
campos han de ser
fértiles
—decimos. Lo somos —dicen—,
mas no
por ello has de esperar que
lo
saciemos todo, la boca del animal,
el
aire, a los tuyos.
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De cada
vértebra, relieve y pozo,
¿qué
saco?
De cada
costilla, línea y sembrado,
¿qué recojo?
En los
relieves del cuerpo
cuentas
de hueso y hueso,
esqueleto
que creció con un fin:
sujetar
este cuerpo,
hacerlo
dolerse, también.
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El
miedo,
animal
al que se le acaricia la cabeza
temiendo
por la mano.
El
miedo
que
sube y trepa
ágil
como un tallo
al
calor del sol.
Es este
un cultivo nuestro
lo
abastecemos con buena tierra
y
abundante agua.
Teresa
Soto
Nudos
Arrebato libros
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