El
hombre que en los últimos meses de su vida escribió Veredicto, más que
el protagonista de una historia que tocaba a su fin, se sentía espectador
privilegiado de un suceso enigmático. La vida se estrechaba, pero él seguía
viendo con sus ojos más allá y más arriba. Tenía un cáncer de estómago. Un
tumor de cuya malignidad no tuvieron que explicarle los médicos. Sabía que su
tiempo se acababa y, sin embargo, quizás porque su nieto continuaba junto a él.
aceptó que le operaran en el hospital Santa Rosa de Córdoba. Resistió veinte
días entre sueros, catéteres y sondas. Veinte días —contó Cristóbal Serra— de «lúcida
agonía». Dicen que recibió pocas visitas a lo largo de aquellas semanas. Murió
el 9 de julio de 1980 a las dos de la tarde. Su cuerpo fue trasladado
directamente de la cama del hospital al crematorio, sin ceremonia de ninguna
clase, como un perfecto hereje. Puede que antes de arder para siempre, el
hombre al que perseguían las palomas escuchase una voz que le decía: «Levántate
y vuela.»
José
Fernández de la Sota
Juan Larrea
(El
hombre al que perseguían las palomas)
Ediciones
El Gallo de Oro
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